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Hombre al agua: un bisabuelo italiano rumbo a Colombia

  • Foto del escritor: Diego Fernando Romero Leal
    Diego Fernando Romero Leal
  • hace 3 horas
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: hace 2 minutos

Italianos desembarcando en América

A finales de los 90 del siglo pasado, yo estaba tratando de nadar en el raudal de cambios sobre el que flotaban los escombros de los planes que había imaginado para el futuro. Un pequeño fallo en la columna, posiblemente congénito, me tenía caminando por los pasillos y plazoletas de una universidad inmensa, de una ciudad inabarcable, en la carrera equivocada. La limitación física que me impidió ser piloto, para lo que me había preparado desde que tenía uso de razón, me lanzó a las fauces de la facultad de ingeniería. Como quien está atrapado en un incendio, salté por la primera ventana que encontré sin reparar a dónde me llevaría la fuerza de gravedad.

 

Cuando no se tiene rumbo, los caminos parecen sin destino. Yo me sentía un poco así, y no era el único porque, previendo un porcentaje de primíparos en estado de desorientación, la universidad destinó a un equipo de psicólogos para intentar dar sosiego a las almas perdidas. Así conocí a Esther, mujer menuda, alta y rubia, que me tendió la mano durante horas de conversación que hicieron las novedades de mi vida más llevaderas. Fue en una de esas charlas en las que, como quien mira para arriba y dice que va a llover, me lanzó una frase de conversación casual con su timbre de voz cachaco que hizo nido en mi memoria: “¿Tienes ancestros italianos? Tienes las facciones de la gente del sur de Italia”.

 

La pregunta me sorprendió, no por su banalidad aparente, sino porque fue como abrir una vieja caja de galletas en donde en vez de colaciones hay fotos, cartas y una historia familiar olvidada. La historia que alguna vez me contó mi madre sobre Mariano, el padre italiano de mi abuelo, reapareció en mi cabeza como un ventilador que pende del techo girando con sus hélices lentas. Esa noche, en el baño del pequeño cuarto que compartía con un primo, me miré largo rato en el espejo tratando de adivinar qué era lo que había visto Esther que yo no conocía de mí: el pelo negro y lacio; las cejas gruesas; la nariz; la curva de la oreja… De golpe se puede caer en cuenta que la que uno cree que es su forma de caminar no es realmente de uno. Frente a ese espejo me hice la promesa de que algún día buscaría las piezas de ese rompecabezas para armarlo.

 

Sin embargo, lo que vino después no fueron horas de búsqueda en registros de puertos, barcos e iglesias. La vida es como una araña que te atrapa en su red de pequeñas urgencias: los lunes; el trabajo; las facturas; el cansancio. Pasaron prácticamente tres décadas desde aquel día en el espejo en las que la idea permaneció como un separador de páginas que se deja en un libro sin terminar. Solo hasta hace dos años, flotando nuevamente en los escombros de los planes que había imaginado para el futuro, decidí lanzarme a cumplir la promesa, sin documentos ni fechas exactas, solo con la historia que mi madre escuchó de sus padres, en la que mi bisabuela Librada había tenido a mi abuelo con un tal Mariano, un italiano casado con otra mujer, que murió asesinado en la plaza central de un pueblo al sur del Tolima.

 

Con la torpeza de quien se lanza a balbucear un idioma desconocido, fui aprendiendo por ensayo y error la mecánica de los portales de genealogía, me hice parte de grupos en redes sociales en los que sus miembros habían emprendido la misma cruzada buscando antepasados en Italia, España, Portugal y hasta en el Líbano, y para los funcionarios del Archivo General de la Nación en Bogotá se volvió costumbre verme rebuscar entre páginas amarillas. Así aprendí a indexar y anexar un árbol genealógico; a repasar la letra cursiva con la que me enseñaron a escribir de niño para entender los registros de los siglos XIX y XX y a instruirme en paleografía para comprender las abreviaturas de los del siglo XVIII; a repasar libros de historia y leer otros nuevos para entender contextos o hallar nuevas pistas; a preguntar y contra preguntar en entrevistas con familiares; a descubrir que la ortografía de los nombres cambia con los años o con la migración; que las fechas que dimos por ciertas pueden ser imprecisas; que quienes diligenciaron los documentos no siempre fueron rigurosos; que los apellidos de los bisabuelos se van borrando de la memoria de los bisnietos, y que el pasado no se deja ver fácil y hay que ganárselo con paciencia.

 

Y un día lo encontré. Estaba en mi escritorio revisando documentos en línea cuando leí el nombre y el apellido que coincidían letra por letra con la historia contada por mi madre. El tiempo pareció ponerse en suspenso, todo se quedó en un silencio interrumpido por el latido de mi corazón y el ladrido de un perro en la calle. Las letras cursivas trazadas a mano y ligeramente inclinadas a la derecha en ese registro de matrimonio de 1908, decían que Mariano entregó su fe de bautismo firmada por el señor cura de Lentiscosa de la diócesis de Policastro, y se relacionaban los nombres de sus padres. No había voz, no había foto, pero esto ya no era un dato. Me había topado con mi bisabuelo, ya no era un mito familiar, ahora era un hombre anclado en una fecha y con historia. Fue como excavar y tocar hueso.

 

Así terminé estudiando italiano y aterrizando en el portal Antenati, donde se conservan los registros civiles italianos, entre ellos los de Lentiscosa, una fracción del municipio de Camerota en la Campania italiana en la provincia de Salerno. Los padres de Mariano, Francesco y Patrizia, registraron su nacimiento en 1883, y tres años más tarde, el de Michele Fabbio Massimo, su hermano. Aunque tal vez nunca se sepan con certeza las causas de su migración, las fechas permiten ubicarlo en un contexto que puede dar indicios.

 

Terminando el siglo XIX, el sur de Italia no era el de la foto de la pareja junto a un pequeño Fiat Cinquecento con pueblos de colores derramándose desde las montañas sobre la inmensidad del mar Tirreno. Por el contrario, era una nación recién unificada, con un norte industrializado y un campo empobrecido en el sur del que, particularmente de la zona donde vivió Mariano, cerca de nueve millones de italianos dejaron su país. La decisión de partir debió ser dolorosa. Francesco y Patrizia, ante la certeza de que las cosas no irían mejor, habrán pasado días enteros discutiendo el desprenderse de sus hijos, si enviaban primero a Mariano para abrir el camino al resto de la familia, o si enviaban también a Michele. Con el llanto de la madre, la bendición del padre y la certeza de la despedida definitiva de los abuelos, Mariano partiría hacia el puerto de Nápoles o de Génova con rumbo a América tras una promesa de trabajo en el campo, el comercio, los ferrocarriles o en la construcción de obras. Su travesía la hizo probablemente en un barco de vapor quizás con una o dos mudas de ropa y unas cuantas liras, hacinado con cientos de compañeros de infortunio, entre la esperanza, la enfermedad, el olor a sal y el vómito, agregando miedos nuevos, como abandonar el idioma, la familia extendida, o cruzar el mar abierto, ese desierto sin orillas, primero hasta España y luego hacia Estados Unidos, Argentina, Brasil, Uruguay, Venezuela y, en algunos casos, a Colombia.

 

¿Cómo llegó a ese pueblito del sur del Tolima y por qué? Aún no lo sé. Tirando del hilo he podido rastrear parientes lejanos hasta 1754 en Lentiscosa, Nápoles y Bari, confirmar su final trágico, encontrar a su hermano Michele entrando a Colombia en 1942 con la profesión de maquinista, posiblemente huyendo del fascismo y de la guerra, y encontrar a dos hijos de su matrimonio, Francisco y Patricia América Italia, que además de llevar el nombre de sus abuelos paternos —a lo mejor como una forma de preservar las raíces en el desarraigo—, el de su hija es una biografía condensada que cuenta el cruce del mar y la construcción de otra vida, una invocación de pertenencia y agradecimiento a una patria nueva.

 

Mariano inició su viaje sin saber en dónde ni cómo iba a terminar. Me pasó algo similar con su búsqueda. Sin querer me topé con un nuevo mundo en la genealogía que me ha permitido encontrar cientos de parientes lejanos y cercanos y poner en signos de interrogación nuevos acertijos: el de una abuela española; el de los tatarabuelos que podrían provenir de Brasil y tener antepasados en Portugal; el de Antonio, el capitán de barco que transportaba esclavos entre Cartagena y Portobelo y tenía el mismo apellido del bisabuelo. Esta destreza, que me gusta ver como un regalo de mis antepasados, también me ha permitido ayudar a otros a encontrar a sus padres, abuelos, parientes perdidos, desbloquear recuerdos, descubrir historias familiares desconocidas, e iniciar viajes de descubrimiento, reencuentro, agradecimiento, sanación y perdón, como de alguna manera Esther lo hizo conmigo.  

 

Terminando estas líneas, la historia de Mariano se siente como la canción “Hombre al agua” de Soda Stereo. En la crisis, a veces solo queda navegar entre los escombros de los planes que se han imaginado para el futuro, para hacerse un futuro mejor. Dejar todo atrás para buscar una vida que aún no existe mete algo de terror en el cuerpo, pero también es una declaración de voluntad para no quedarse atrapado en lo que ya no funciona, para atreverse a construir algo nuevo desde los restos. Quizás, como mi bisabuelo italiano rumbo a Colombia, en mi búsqueda de un camino nuevo, salté de cubierta y voy flotando por el río, voy envuelto en la corriente.  

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Diego Romero autor del blog Tres Veces el Viaje en el Cañón del río Combeima en Colombia

Sobre mí

Nací por allá a finales de los 70´s del siglo XX en Ibagué, una ciudad en la falda de la Cordillera Central en el departamento del Tolima en Colombia.

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