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Desde el cielo hasta el Obelisco: el primer encuentro con Buenos Aires

  • Foto del escritor: Diego Fernando Romero Leal
    Diego Fernando Romero Leal
  • 1 ago
  • 4 Min. de lectura
Buenos Aires Argentina

Atrás se siente más la turbulencia. Como si fuera un auto por una carretera destapada, el avión vibra mientras empuja tratando de pasar la cordillera de Los Andes. Entre el zarandeo y la señal de ponerse los cinturones, mis ojos se fijan en las páginas de un libro electrónico, haciendo caso omiso, una vez más, a las advertencias adultas que durante mi infancia me decían que se me desprendería la retina o se me derretirían los ojos por leer en movimiento. Confieso que siempre me causaron malestar, pero recordar esas conminaciones en este momento me da un poco de risa, porque si el aparato se desploma, mis ojos no van a salir volando por el libro.

 

Mi lectura solo se interrumpe cuando el avión se inclina hacia la derecha y el paisaje de la frontera entre Chile y Argentina hace que la ventanilla parezca una pintura colgada en el fuselaje, en la que se ven las pinceladas de una fila de montañas blancas y negras que se desdibujan en una línea naranja en el horizonte, que mansamente se deja engullir por la noche, hasta dejar el avión y a sus pasajeros dentro de una caja oscura. Solo hacia las diez de la noche, el fondo negro se interrumpe con la aparición del Gran Buenos Aires como una constelación caída, tejida de cuadras y calles que parecen trazadas con regla.

 

En este mapa de luces, Angélica, una vieja amiga de la universidad, nos espera con una sonrisa interminable, un abrazo que rompe la distancia y el cariño de quien te recibe en casa. En cuestión de veinte minutos, entre la bienvenida a Buenos Aires y contarnos las incidencias del vuelo, ella ya había resuelto nuestras primeras angustias de viajeros: cambiar dólares por pesos; prestarnos una tarjeta para movernos en el transporte público (“Devuélvanla cuando puedan, no se preocupen”) y conseguir un vehículo para ir a nuestro hospedaje. Sus palabras colombianas, teñidas por una leve entonación rioplatense rematada con un “che”, nos hicieron sentir que no estábamos siendo lanzados a un mundo completamente extraño.

 

En contraste, el conductor que nos saca del Aeroparque habla lo necesario, se sale de la ruta que sugiere Waze y tamborilea con los dedos en el volante la canción “Yo Argento”, de Ponte Perro, un artista de RKT, una variante argentina de la música urbana con algo de cumbia por aquí y otro tanto de reggaetón y trap por allá. El éxito de este joven de veintisiete años pasa por haberle agregado un tris de salsa, una pizca de merengue, unos granitos de funk brasileño y otros ritmos más, una receta que lo tiene pegado en las plataformas musicales. La milonga, parece haber quedado relegada a ganarse la vida con las monedas de los turistas, mientras en la mayoría de las tiendas, cafeterías y lugares públicos esto sería lo que escucharíamos junto a los vallenatos colombianos convertidos en cumbias villeras. “Yo Argento” es una suerte de declaración sobre los valores de una parte de la sociedad argentina. Su letra me deja en el aire la duda de a qué le llamamos identidad: qué parte es nuestra y cuál prestada. Por lo pronto, parece que el que quiera escuchar cumbia debe venir a Buenos Aires y el que quiera escuchar tango pasar por Medellín.


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El triángulo azul de la aplicación vuelve al cauce original y se posa sobre la Avenida 9 de Julio. A la distancia, como un cohete Apolo a punto de ser lanzado, se ve el “armatoste sin sentido”, el “bodrio en perspectiva”, como llamaban sus detractores al Obelisco recién construido. Los desafectos hasta le hicieron verso: “En medio de la calle, hay una mole parada, la llaman obelisco, y no sirve para nada”. En nuestro tiempo, el Obelisco es la sinécdoque -si se prefiere, la metonimia- de la ciudad. Tan icónico es que mencionarlo equivale a decir Buenos Aires, y como hoy nadie concibe a París sin su Torre Eiffel, a nadie le cabe en la cabeza Buenos Aires sin su obelisco, el eje sobre el que en ocasiones orbita la inconformidad y la felicidad de los porteños.

 

Avanzamos por la 9 de Julio, la avenida más ancha del mundo. El peatón que la cruce debe sentirse como Moisés atravesando el Mar Rojo y los breves cambios de luz en los semáforos son espadas de Damocles que penden sobre las cabezas de las personas de la tercera edad o de los transeúntes con alguna discapacidad. El obelisco se hace más grande y pasamos junto a él casi que sacando nuestras cabezas por la ventana para verlo entero. A sus pies hay ruido, tráfico, vendedores ambulantes, turistas con cara de haber encontrado el punto en el mapa y una ciudad que ya se presume bella.

 

Nuestro hospedaje está sobre esa avenida inmensa, en un edificio flaco al que se ingresa por un ascensor antiguo. Desde el ventanal del noveno piso, la ciudad es una postal de la que ahora hacemos parte. Charlamos, nos reímos, nos aterramos de qué tan al sur del mundo estamos y dormimos con la fatiga del que no ha hecho mucho, pero ha visto demasiado.

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Diego Romero autor del blog Tres Veces el Viaje en el Cañón del río Combeima en Colombia

Sobre mí

Nací por allá a finales de los 70´s del siglo XX en Ibagué, una ciudad en la falda de la Cordillera Central en el departamento del Tolima en Colombia.

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