Adiós a Chile, el extremo del mundo
- Diego Fernando Romero Leal
- 27 abr
- 8 Min. de lectura

Los habĆa visto por todo Chile. La escena se repetĆa con mĆnimas variantes. Un carrito de acero inoxidable refleja destellos del sol de verano mientras un hombre lo empuja con la fuerza suficiente para no dejarse arrastrar por su peso. En el trĆ”nsito a su lugar en el andĆ©n, la vibración de las lĆ”minas es una sucesión de truenos metĆ”licos y, a la vez, un aviso de neón sonoro que anuncia la apertura de la venta del mote con huesillo al pĆŗblico. Aunque es imposible no toparse con ellos, hasta este, nuestro Ćŗltimo dĆa en el paĆs, no habĆamos probado esta bebida, a pesar de que nos habĆan dado referencias de que era el mejor invento para quitar la sed cuando el calor de Santiago toma posesión de los mortales.
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Decidimos ponernos al dĆa con la tarea pendiente frente a las puertas del Parque Metropolitano de Santiago. Nos acercamos a un vendedor que se ajusta el delantal y sirve un vaso que me entrega ceremonioso con la misma mano con la que recibe los mil pesos que cuesta. Me percato del detalle, hago una Ćŗltima inspección visual al carrito, se ve limpio y me inyecto valor diciĆ©ndome que al menos no estoy en la India. Como los restos de un naufragio dentro de un mar de lĆquido Ć”mbar, pequeƱos puntos amarillos de trigo cocido se cruzan caóticamente con duraznos rehidratados. Con la primera cucharada, el lĆquido empalagoso se mezcla en la boca con los granos. Los mastico, pero se me dificulta tragarlos. La textura se vuelve babosa y el dulce intenso con el regusto a harina me desborda. Finalmente, logro pasarlos, pero no me gusta. Es como si un tĆ© de durazno se hubiera derramado sobre una sopa de cebada. A mi esposa le encanta y mi hijo le sabe a jabón.
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Los chilenos aman esta mezcla, sin embargo, yo no tuve quĆmica con ella. Miro de reojo al vendedor tratando de disimular pensando en quĆ© responder si me reclamaba por despreciar lo que para Ć©l bien puede ser el elixir de la patria. En mis imaginerĆas, viĆ©ndome contra las cuerdas, sin vĆa de escape, entregarĆa a la changua en sacrificio para que los australes se sirvan su venganza con este caldo colombiano, un tazón de leche salada con cebolla y huevo en el que flota una tostada o una almojĆ”bana babosa como un tronco girando rĆo abajo. Aunque sĆ© que muchos lo consideran un tesoro de la gastronomĆa de Colombia, muy en el fondo creo que con el tiempo lo considerarĆan una baja aceptable.
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Hay que ser sinceros, gastronómicamente, Chile no estĆ” en el mapa. Aunque sus mariscos son de antologĆa, no hay un plato con el que uno lo pueda identificar fĆ”cilmente. Paradójicamente, en donde sĆ encontrĆ© una revelación fue en las preparaciones mĆ”s sencillas: la chorrillana, las empanadas de pino, la chaparrita y el completo, los dos Ćŗltimos que atesoro y me voy amando contra todo pronóstico.
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Superadas las reflexiones gastronómicas, ingresamos al parque para comenzar el ascenso por el zoológico de Santiago, empotrado en la falda del Cerro San Cristóbal. Elefantes, jirafas y leones se mueven al ritmo de la evolución, atravesando la rĆ©plica de la selva con parsimonia para evitar el calor. Ā En contraste, los reptiles no se inmutan, no miran a los visitantes, estĆ”n inmóviles como funcionarios pĆŗblicos esperando que termine su turno. Los monos son la otra cara de la moneda. Los niƱos se amontonan frente a ellos para reĆrse de sus monerĆas mientras los adultos solapados comentan sus poses que rayan con lo obsceno. Los pingüinos son los mĆ”s observados. No es comĆŗn ver uno pavoneĆ”ndose sobre las rocas con su esmoquin eterno, lanzĆ”ndose al agua con torpeza y nadando en cĆrculos, salpicando a los demĆ”s. En otro rincón, un chico tras un cristal mira emocionado a un león levantarse de su letargo y que comienza a caminar hacia Ć©l. Cuando pensĆ”bamos que el felino intentarĆa en vano comerse al pequeƱo detrĆ”s del vidrĆo, regalĆ”ndonos un momento viral, el rey de la selva miró directo al sol en el cenit, nos miró, miró a su leona que continĆŗa echada y volvió a recostarse junto a ella. El pequeƱo molesto y, llevado de la frustración, enfila sus reclamos hacia la madre, no le parece correcto trepar por un zoológico en una montaƱa y que el león no ruja. En el verdadero Serengueti y aquĆ en el falso, el gato es gato sin importar su tamaƱo y la mayor parte del tiempo su gracia mĆ”s impresionante es dejarse ver haciendo la siesta.
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Al salir del zoológico, el funicular del Cerro San Cristóbal nos espera para llevarnos a la cima. Sus vagones, como los de los ascensores de ValparaĆso, parecen traĆdos de otro tiempo, en los que el cable que tira de ellos no los hacĆa chirriar durante el ascenso. La vejez duele y cada metro ganado en el ascenso es una queja ininterrumpida, mientras la ciudad se va descubriendo a travĆ©s de las ventanas y entre las copas de los Ć”rboles, contra la Cordillera de los Andes. Arriba, la plazoleta del mirador es una mezcla de mercado callejero y fervor religioso. Las tiendas de recuerdos son atendidas por seƱoras entradas en aƱos, de brazos cruzados y ceƱos fruncidos, que ofrecen vĆrgenes de yeso e infinitas versiones de imanes, gorras y tazas con la bandera y el mapa de Chile a la sombra de un aviso vigilante que reza: "SI NO VA A COMPRAR NO TOCAR". Quienes hacen caso se contorsionan para poder ver los detalles de la mercaderĆa, y los que no, se someten al regaƱo.
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Para no derretirnos del calor, pasamos al siguiente quiosco a comprar helados. En la nevera, las vacunas contra el sofoco se alinean con perfección en forma de conos, paletas, galletas y vasos. Junto al mostrador, una señora de pelo negro y cano entremezclado espera de brazos cruzados a que elijamos, con cara de haber visto una legión de turistas en su vida.
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ā ĀæEstos helados de quĆ© son? ā pregunta Magdalena.
ā De heladoā responde ella como si acabara de revelarnos una verdad universal.
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Yo, que ya venĆa cargado con lo del letrerito de "SI NO VA A COMPRAR NO TOCAR", que tambiĆ©n pendĆa como una espada de Damocles sobre los helados, estallĆ© en una carcajada ruidosa que me provocó su odiosa respuesta.
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ā Ā”Pues obvio, seƱora! Ā”Es una nevera de helados! Estamos preguntando por los saboresĀ ā dije, todavĆa riendo para hacerle caer en cuenta de su tonta respuesta.
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Por unos segundos, el silencio se apoderó de ella, luego, su expresión cambió y un acceso de amabilidad se coló en su alma en forma de sonrisa diminuta, para luego explicarnos con paciencia que aquel era de vainilla, ese otro de chocolate, y el de mĆ”s allĆ” de lĆŗcuma, algo asĆ como el helado nacional. Los chilenos por lo general son parcos, sin embargo, hasta ahora habĆa podido ver que esa parquedad tenĆa dos matices: la de la amabilidad cĆ”lida poniendo distancia, y la del carĆ”cter hosco de quienes parecieran tener tallado el corazón en una roca que rodó de los Andes. Los vendedores de estos quioscos pertenecen al segundo grupo, sin embargo, y esto lo explica, mas no lo justifica, su aspereza es el escudo con el que tratan de protegerse de los robos constantes, su desconfianza no es odio sino mĆ”s bien la trinchera desde la que dan la batalla contra la āchispezaā -como llaman aquĆ a la viveza-. La interacción inicial con ellos es un duelo que quizĆ”s luego pueda convertirse en transacción.
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Cerca de la plazoleta, una rampa flanqueada por las estaciones del viacrucis, cada una con una cruz, serpentea hasta los pies de la Virgen de la Inmaculada Concepción, una estatua de catorce metros de altura sobre la que se puede ver una corona de estrellas doradas que brilla contra el cielo azul. El blanco impoluto de la estructura bien puede ser un milagro atribuible a la Virgen, que la mantiene a salvo del smog santiaguino, el polvo y los aƱos. La inmaculada flota sobre una media luna y sus brazos abiertos parecen proteger la ciudad. Abajo, la ciudad es un rompecabezas cuyas piezas se juntan en las calles por las que transitan miles de autos y personas. Una pelĆcula muda de la que solo escuchamos el ruido del cinematógrafo, de la que vemos el movimiento de los autos y la gente, pero solo nos llega el ruido del viento en los Ć”rboles. Desde ya casi un siglo, la Virgen, ha escuchado las plegarias susurradas por los peregrinos, ha posado en las selfis de los turistas y asomada desde la vista Ćŗnica de su balcón ha visto cómo la ciudad crece, se incendia y renace.
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Con una Ćŗltima mirada a la Virgen, nos dirigimos hacia el telefĆ©rico para suspendernos en el vacĆo dentro de una cabina de colores. A travĆ©s de las ventanas tapizadas con las huellas digitales de pasajeros anteriores, Santiago se extiende bajo nosotros atravesada por el rĆo Mapocho como una cinta gris atada a su cintura. No muy lejos de allĆ, el reflejo de los cristales del Sky Costanera con sus cristales que reflejan el cielo azul y sus trescientos metros de altura, se imponen ante la modesta escala del resto de la ciudad, la vista es como una viƱeta sacada de Los Viajes de Gullivert a Liliput. Bajamos del telefĆ©rico y comenzamos a caminar hacia el rascacielos por las calles del barrio Pedro de Valdivia Norte, un barrio tranquilo de clase media alta en el que aĆŗn se pueden ver casonas hasta de 600 metros cuadrados a pesar del avance de los edificios y las oficinas y el paulatino partir de las familias. A medida que nos acercamos, el edificio parece aumentar de tamaƱo. Adentro, el ascensor tarda un par de segundos en llegar al mirador, tan rĆ”pido, que me da la impresión de que no quiere darnos tiempo de arrepentirnos.
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A trescientos metros de altura en el piso 62, la panorĆ”mica de 360 grados de Santiago es un vĆ©rtigo que vale la pena sentir: al occidente, el sol se hunde entre los cerros que esconden a ValparaĆso, ViƱa del Mar y Cocón; al oriente, la cordillera de los Andes es una muralla con sus picos mĆ”s altos coronados de blanco; abajo, Santiago es un tornasol rosado y naranja. Los tres, en silencio, apoyados en la baranda, vemos cómo los autos de a poco encienden sus faros para sumergirse en rĆos de luz y el parpadeo de las primeras estrellas que empiezan a asomarse en el cielo. Doy un sorbo a la copa de vino en mis manos, esa bebida en la que es inevitable pensar cuando se pronuncia la palabra Chile, es una marca de identidad. Pero me pregunto si lo que salta a nuestros ojos a travĆ©s de los ventanales tambiĆ©n es una metĆ”fora de este paĆs.
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Los chilenos aprendieron a vivir imperturbablemente en esta geografĆa hostil que por donde la mires te recuerda lo pequeƱo que eres. Para ellos es un dĆa mĆ”s en la oficina aterrizar en el aeropuerto con mĆ”s turbulencias del mundo, baƱarse en el PacĆfico helado de sus ciudades costeras sin reparar mucho en las seƱales de riesgo de tsunami, construir el rascacielos mĆ”s alto de SuramĆ©rica en una de las zonas mĆ”s sĆsmicas del planeta y vivir entre montaƱas que tocan en el cielo y desiertos y glaciares que se tragan el tiempo. QuizĆ”s esa sea una de las razones de sus maneras bruscas, de ese hablar tosco que al principio puede parecer chocante pero que, en el fondo, en la gran mayorĆa de los casos, guarda una amabilidad genuina. No son de sonrisas fĆ”ciles, son serios y directos, pero si necesitas ayuda te la dan, y si logras romper el hielo las conversaciones pueden ser mĆ”s cĆ”lidas.
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En nuestro Ćŗltimo dĆa en Chile, siento un poco de nostalgia por este paĆs encantador que no se esfuerza por serlo, por su naturaleza dramĆ”tica y por la resistencia de los chilenos que han encontrado la forma de vivir estoicamente en un paĆs al que la naturaleza y la historia de cuando en cuando arrollan. La gente a nuestro alrededor aplaude el atardecer que se va apagando como un incendio controlado. Nosotros agradecemos poder haber hecho el viaje juntos, porque viajar solo es descubrir, pero hacerlo en familia es compartir lo que se nos revela. Ā Suspendidos en el aire sobre una tierra que no estĆ” realmente firme, le decimos adiós a Chile, el extremo del mundo.
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