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El Monstruo, el mar y la arena: un día en Viña del Mar y Concón

  • Foto del escritor: Diego Fernando Romero Leal
    Diego Fernando Romero Leal
  • 2 mar
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 6 abr

Dunas de Concón Chile

El sol cae sin contemplaciones sobre el paseo costanero de Viña del Mar y la brisa huele a sal y a helado derretido. El tiempo parece haberse quedado atrapado en la frontera entre la primavera y el verano, un hechizo que tímidamente intentamos romper quienes caminamos sin prisa por la ciudad vestida de océano azul y terrazas blancas. En la playa, otros más osados se arremolinan, retando a las frías aguas del Pacífico Sur entre risas y gritos. Un niño corre hacia el mar y el primer contacto con las olas y la arena lo devuelven con un chillido y un crujir de dientes. Pero vuelve una y otra vez, como si aprovechar el verano fuera un impulso más intenso que el frío del mar mismo. Si del cielo te caen limones, aprende a hacer limonada. Es el mar que les tocó y no queda otra que convertirlo en verano.

 

Magdalena le pregunta a Emilio si va a entrar. Él mira el océano, mastica la propuesta, imagina en su piel los catorce grados por los que debe rondar el agua y se le pone la piel de gallina. Dice que no. Lo entiendo. En Colombia se corre por la playa para zambullirse en el Caribe tibio y las incursiones en aguas heladas se relegan al agua dulce de los ríos que bajan de las montañas. Podemos escoger. En Viña no se puede dejar pasar en vano el verano, y resistirse a la temperatura gélida que impone el mar es uno de los múltiples pulsos que los chilenos sostienen con la naturaleza.

 

Esas son las paradojas del país. De ida, comprobamos en carne propia que es el rey de las turbulencias. Al llegar, nos aseguraron que no debíamos temer en la tierra de los sismos de ocho y nueve grados en la escala de Richter porque todo está hecho para resistir. Ahora, en nuestro camino se cruzan múltiples señales con el mensaje “Zona de Peligro de Tsunami”.  Alfredo y Carolina, nuestros amigos en Viña, han tenido que escuchar la alarma que anuncia la posible embestida del océano, un sonido que parece sacado de un ensayo atómico de los años cuarenta del siglo pasado. El pitido viene a mi cabeza y aterra. Nos cuentan que mientras esto ocurre, los barcos en la bahía se alejan del puerto y se ubican perpendicularmente a la costa para, literalmente surfear la ola. Seguro más adelante habrá un cartel advirtiendo las apariciones de Godzilla, porque en Chile todo puede pasar y a eso los chilenos le llamarán “vida cotidiana”.

 

Nuestros pasos nos llevan al corazón de Viña. Allí, la Quinta Vergara recuerda los inicios de la localidad, cuando, a finales del siglo XIX, Francisco Vergara plantó en los campos de una hacienda vinícola la semilla de la ciudad turística que conocemos hoy. Sus jardines y senderos bordeados por árboles centenarios esconden un palacio de tono pastel que parece sacado de las páginas del “Mercader de Venecia”. La familia Vergara construyó la mansión porque el terremoto de 1906 destruyó su casa, y esta última -en Chile también se puede contar la historia en clave de terremoto- sobrevivió por poco al de 2010. Actualmente, el lugar y las treinta y cinco hectáreas que lo rodean pertenecen a la municipalidad y allí funciona el Museo de Bellas Artes. Allí también se encuentra el anfiteatro donde se realiza el Festival Internacional de la Canción de Viña del Mar, el más importante de Latinoamérica y testigo de noches de gloria y fracaso, de cómo veinte mil personas pueden encumbrar al cielo a un cantante o a un humorista con sus aplausos, o dejarlo caer en los sótanos del infierno con silencios y silbidos. El público de Viña es tan duro, a veces cruel, que es conocido como “El Monstruo”, y la expresión chilena para los artistas que son obligados a bajar del escenario es “El Monstruo se comió al artista”. Aquí lloró Xuxa cuando entendió la obscenidad que respondían desde las gradas a su “ilarié”, y se fue abucheado Enrique Iglesias cuando lanzó al público la Gaviota de Plata que ganó, lo que se interpretó como un insulto.

 

No muy lejos de allí, el mecanismo del reloj de flores sigue marcando la hora entre begonias, petunias y claveles. Inaugurado para el Mundial de Fútbol de 1962, se ha convertido en una postal que evoca el título de “Ciudad Jardín”. La foto en este lugar hace parte de la lista de pendientes de cualquier turista; no se puede salir de Chile sin ella, es como un sello en el pasaporte. Familias enteras inmortalizan sonrisas, parejas ensayan poses románticas, otros se hacen selfis en ángulos imposibles y algún despistado se atraviesa en las fotos. El reloj es testigo de la batalla invisible por la mejor toma: miradas de reojo calculan el tiempo de quienes se tardan demasiado; suspiros impacientes se escapan; llamados a concluir disfrazados de tos. Cada uno se aferra a su turno con firmeza mientras se convierte en el villano que bloquea la postal ajena.

 

Decidimos partir hacia Concón, el municipio vecino de Viña, para conocer las dunas, así que tomamos el autobús en la Avenida Libertad. El motor tiene un sonido viejo, no hay un tablero digital ni una voz robótica anunciando las paradas. El conductor recibe el dinero con una mano y con la otra hace los cambios. Hay música de Karol G en los parlantes, que se mezcla entre las conversaciones de algunos pasajeros y el tarareo de otros. No hay avisos que prohíban hablar con el conductor, y coordinamos con él nuestra parada. Una pareja sube cargada de bolsas con compras y el ayudante se ofrece a llevarlas en la parte delantera para que no estén incómodos. Abordamos una máquina del tiempo sin saberlo, es como subir a una buseta en Bogotá treinta años atrás. Solo falta que alguien entre por la puerta de atrás y que el valor de su pasaje salte de mano en mano hasta llegar intacto al conductor para que el parecido razonable se convierta en coincidencia total.

 

De golpe, frente a la avenida aparecen las dunas. Es una escena un poco surrealista. A un costado de la calle hay un mall con restaurantes, consultorios médicos, gimnasio, supermercado, y edificios de apartamentos; del otro, una enorme duna de arena como sacada del Sahara y que no se parece a nada más en esta costa. Dos pasos hacia arriba y uno hacia atrás; la arena cede bajo los pies y se mete en los zapatos, el viento se cuela entre la ropa y enreda el cabello. No hay senderos marcados y trepamos hasta la cima siguiendo las huellas de otros. En la cima, la vista obliga a frenar. Allí quedamos suspendidos entre dos mundos: el interminable océano azul que se estira hasta donde alcanza la vista y una sucesión de colinas doradas que suben y bajan moldeadas por el viento.

Por supuesto, como en cualquier lugar, el mundo se resiste a la quietud. Una pareja trata de tomarse la selfi perfecta, una niña llora porque extravió su zapato en la arena, otros se deslizan cuesta abajo desafiando la gravedad. Pero también hay algo de espiritual en esta inmensidad. Hay un silencio distinto. Todo lo que parece importante allá abajo -las presiones, las preocupaciones grandes y pequeñas, los mensajes sin contestar- pierden peso. El viento se las lleva como a los granos de arena. Emilio se quita los zapatos y entierra sus piernas en la duna para ver el atardecer. Magdalena y yo nos sentamos cerca. Nos quedamos ahí, en familia, para que el sol nos pinte de naranja mientras cae. Es un lugar para sentirnos diminutos, pero no insignificantes, para agradecer estar juntos.  Porque la vida, por más que corramos, es esto: un instante.


 
 
 

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Diego Romero autor del blog Tres Veces el Viaje en el Cañón del río Combeima en Colombia

Sobre mí

Nací por allá a finales de los 70´s del siglo XX en Ibagué, una ciudad en la falda de la Cordillera Central en el departamento del Tolima en Colombia.

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