Villa Preciosa
- Diego Fernando Romero Leal
- 15 feb
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 6 abr

“Si hubieran venido hace diez años, la habrían visto muy bella. Ahora está abandonada”, nos lanza Luis con un deje de nostalgia por lo que para él fueron tiempos mejores en su Valparaíso natal. Desde el restaurante en el que trabaja como garzón, mi esposa, mi hijo y yo vemos el Pacífico extenderse en el intenso azul de la bahía, que parece trazada con compás. Su sentencia se convierte en una paradoja, una contradicción que notamos al dar el primer paso fuera de la estación del metro que conecta a Viña del Mar con el puerto de Valparaíso.
Desde la derecha, la brisa trae un aroma salino y el sonido de las gaviotas, así como los gritos de los trabajadores de las embarcaciones turísticas que ofrecen paseos por la bahía. Si hay suerte, prometen, se verán algunos leones marinos. En el muelle, a no más de treinta metros de nosotros, el mar mece dos barcos de gran calado que son cargados por inmensas grúas que apilan contenedores de diferentes colores, como si fuese un juego de jenga. El puerto es una coreografía que impresiona a Magdalena, y que rara vez se abre al público en otros lugares del mundo. Mientras esquivamos el frío coletazo de la primavera, Emilio y yo jugamos a adivinar la procedencia de los barcos mientras camiones cargados y enjambres de hombres y mujeres con cascos y chalecos reflectivos se mueven por doquier.
En su esplendor, el puerto de Valparaíso era la escala obligada de los barcos que se movían desde o hacia el Atlántico por el Estrecho de Magallanes, el puerto chileno más importante sobre el Pacífico, título que ahora ostenta San Antonio, unos cincuenta kilómetros al sur. Ese esplendor, aseguran muchos porteños, es el que empezó a perderse hace poco más de una década, momento que coinciden en señalar como una fecha en rojo en el calendario.
De espaldas a la actividad comercial del puerto, está el centro de la ciudad. La arquitectura de sus edificios nos parece la de una capital europea, de la que solo se libró de los rayones y pintadas el del Comando de la Armada de Chile, seguramente por la presencia ininterrumpida de militares en la puerta. En algunos sectores, el abandono dejó su huella en ventanas rotas y paredes descascaradas. En otros, donde aún el comercio y la vida bullen, ninguna fachada se salvó de garabatos y grafitis sin sentido, como si una plaga de langostas hubiese invadido la ciudad con capas de aerosol.
La vista desconcierta. A Magdalena y a mí nos da “guayabo” como decimos en Colombia, y Emilio, con el sarcasmo afilado por trece años, nos dispara un “está linda Villa Preciosa”, su particular forma de decirnos “qué carajos hacemos aquí”. En adelante la ciudad ya no es Valparaíso, ni Nuestra Señora de las Mercedes de Puerto Claro como la denominara el rey de España en 1802. En adelante sería Villa Preciosa, como la bautizó el joven hidalgo Emilio Romero Polanco. Reímos, solo queda reír y caminar. Subimos por las escaleras de un sendero estrecho hacia el Cerro Artillería, el primero de tres que visitaríamos, de los cuarenta y tres sobre los que se construyó la ciudad. Los primeros restaurantes con vistas al mar comienzan a revelarse en el ascenso, y en la cima se encuentra el Museo Naval, un edificio de finales del siglo XIX que alberga los cañones que protegían el puerto y los hitos más importantes de la historia de la Armada Chilena. Junto a la entrada, llama la atención un pequeño bote que durante años guardó un secreto. Antes de prestar sus servicios en el Cuerpo de Voluntarios del Bote Salvavidas de Valparaíso, esta embarcación participó en el “Milagro de Dunkerque”, en la operación Dinamo, que permitió rescatar a trescientos sesenta mil soldados aliados desde las playas francesas durante la Segunda Guerra Mundial. Como la uva carmenere, que se creyó extinta y renació en Chile, este héroe de madera también atracó en estas latitudes.
A pocos pasos, sobre los acantilados del cerro, está el Paseo 21 de Mayo, llamado así por la Batalla Naval de Iquique. El paseo peatonal es un balcón protegido por árboles frondosos con una vista espectacular sobre el puerto, la bahía y los cerros que se inclinan como las gradas de un teatro romano hacia el océano. Más lejos, se alcanzan a ver Viña del Mar y Concón y más cerca están las coloridas casas de Valparaíso colgando de las laderas. Es una panorámica impresionante adornada por el sol del verano que apenas comienza y la suave caricia de la brisa. Parece que Villa Preciosa tiene otras facetas. Aprovechamos los pequeños quioscos a lo largo del paseo para comprar un par de imanes que viajarán seis mil kilómetros para aterrizar en la puerta de nuestra nevera. La sed nos lleva a Lapislázuli, una miscelánea que, a la vez, es minimercado y tienda de recuerdos. “De dónde son”, nos pregunta la dueña del lugar. Escucha Colombia y no ahorra en comparaciones con Chile: “El mar de ustedes es todo calientito, no como el de aquí que es frío y uno no se puede ni meter”; “Cartagena es hermosa, no me la imagino si llegara a estar como Valparaíso”; “Qué bello es Colombia es todo verde. Aquí todo es árido. Popayán es bellísimo”. Un vecino que está por ahí escuchando la conversación, defiende el honor de Villa Preciosa: “Conozco Bogotá, es frío igual que acá, pero acá tenemos el mar”. Al final, la suerte de la fea, la bonita de la desea, concluimos que somos seres inconformes susceptibles a la novedad. Cuánto darían ellos por tener un poquito de Colombia y nosotros por ese pedacito de paisaje chileno.
Bajamos del Cerro Artillería, camino a Cerro Alegre, pero esta vez íbamos a usar el ascensor El Peral, construido en 1902, y uno de los dieciséis ascensores que aún en existen de los cerca de treinta que en su momento tuvo la ciudad. Una larga fila va desapareciendo en el pasillo de acceso en la medida que la gente atraviesa un torniquete antiguo a razón de cien pesos chilenos, un precio simbólico que ronda los diez centavos de dólar. Atravesamos la barrera y ante nuestros ojos se descubre una cabina de hierro y madera pintada de verde y rojo con grandes ventanales a la que subimos diez personas por turno. Comenzamos a subir por un riel tirados por un cable, y desde la cima desciende otra cabina exactamente igual a la nuestra. Al mismo tiempo que nos maravillamos del artilugio, que resulta ser un funicular antiguo, un joven algo inquieto mira la vieja estructura y exclama: “It's insane, I can't believe it”. Emilio y yo reímos porque lo que no podemos creer es que le parezca increíble que tecnología del Siglo XIX aún se use en el Siglo XXI. Mientras en otras partes del mundo estas serían piezas de museo, en Latinoamérica aún conviven la Edad Media y la era Moderna con alguna que otra pincelada de posmodernidad.
Al salir del ascensor nos espera el Paseo Yugoslavo con su mirador, el lugar más icónico de Cerro Alegre y un testimonio de la amalgama de nacionalidades de la que proviene una parte de los chilenos de hoy. Aquí vivieron ingleses, escoces y alemanes, y la arquitectura del sector fue, en algunas ocasiones, obra de italianos, como los que construyeron el palacio de Pascual Baburriza, un croata, en su momento yugoslavo, que hizo fortuna con el comercio del salitre en el norte de Chile. El palacio parece sacado de un cuento de los hermanos Grimm, un castillo calcado de algún lugar de Europa Central, Austria quizás, y redibujado en el paisaje de Valparaíso. Fue Baburriza quien hizo construir el actual paseo frente a la mansión en la que hoy funciona el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso y por el que los turistas disparan las cámaras de sus celulares sin pausa intentando capturar el espíritu de la ciudad.
Nuestro tránsito continúa por la calle Montealegre hasta desembocar en el corazón del Cerro Concepción. Las calles adoquinadas nos internan entre casas con ventanas de hierro forjado y paredes de zinc de diferentes colores: azul, amarillo, rojo, verde, naranja, morado, cian, magenta, blanco, gris, negro… Villa Preciosa es una pizarra pintada por un niño con una caja de crayones de matices y tintes infinitos. En la mayoría de las paredes, con los colores intensos también habitan murales que son verdaderas obras de arte que sobreviven al embate de unos cuantos garabatos incomprensibles. El cerro es un rompecabezas, es como un cuadro de Escher con escaleras que suben y bajan hacia senderos estrechos que se enroscan como serpientes que nos conducen por el alma bohemia de Valparaíso. Los cafés y restaurantes se disputan los clientes tentándolos con ceviches y empanadas incluidos en menús escritos con tiza en tableros de madera, y bares cuyos asientos son los peldaños de las escaleras ofrecen pisco sour y varias marcas de cerveza.
En nuestro recorrido, desde algunas calles empinadas se cuela la vista de la bahía y es inevitable hacer la comparación con San Francisco, California: el mar azul que se extiende al infinito; barcos que entran y salen del puerto como fichas de un ajedrez; el sol dorando los tejados de las casas multicolores que se abrazan a los cerros retando a la gravedad y los ascensores yendo y viniendo como el tranvía de la ciudad estadounidense. Valparaíso es una postal, un lienzo, un hogar para quienes buscan inspiración, que al igual que resistió el asedio de los piratas ingleses y holandeses desde sus cerros, desde sus cerros resistirá la embestida de su belleza desgastada por la agresión y el abandono.
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