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Cruzando el Río de la Plata: de Buenos Aires a Colonia del Sacramento en ferri

  • Foto del escritor: Diego Fernando Romero Leal
    Diego Fernando Romero Leal
  • hace 3 días
  • 4 Min. de lectura
Persona cruzando el Río de la Plata

Por la ventanita de la terminal de Colonia Express se alcanza a ver un pedacito del cielo celeste y una parte del dique desde el que partirá el ferri en el que cruzaremos el Río de la Plata. En cierta forma, esa ventana, que podría ser un cuadro colgado en la pared, resume la relación de Buenos Aires con su río. A tres días de haber llegado, eso de “porteño” y “rioplatense” parecía un mito. No es fácil ver el río desde la ciudad, salvo por la muestra gratis de Puerto Madero. No está en los recorridos turísticos de las agencias de viaje y hasta el Caminito de La Boca parece ir en dirección contraria.

 

Aunque es temprano en la mañana, la terminal ya está llena de pasajeros esperando hacer el proceso migratorio. Nos separan en dos filas: una para los argentinos y los uruguayos; otra para los extranjeros. La separación podría hacerse por la expresión en el rostro: los que tienen una mueca dibujada por la rutina de cruzar de un lado a otro, en una línea; los de la sonrisa expectante por el paso a un país vecino a través del río más ancho del mundo en la otra. El resultado sería el mismo.

 

Una hora después de la pactada en el tiquete, una voz anuncia que el embarque de vehículos ha terminado y que en pocos minutos podremos subir al barco. Los boletos no están numerados y una multitud se forma desordenadamente en la diminuta sala de embarque del segundo piso, donde varias personas calculan en qué momento abalanzarse para ser los primeros en abordar. Por aquí sigue siendo Latinoamérica.

 

Magdalena, Emilio y yo caminamos por el túnel por donde una turba ingresó previamente hasta llegar a las entrañas de ese armatoste blanco que tiene algo de gracia y a la vez no tanto. Instalados en la cubierta superior, nos alejamos del muelle para descender por el dique unos mil metros hacia el sur y luego girar a la izquierda. A la derecha se alcanza a ver La Boca y al otro costado Puerto Madero y el resto de la ciudad se empiezan a encoger. Y solo cuando Buenos Aires se comprime, tomo conciencia de que flotamos como un barco de papel en un charco sin orillas, en un río que no termina, en la inmensidad marrón del Rio de la Plata a la que la ciudad deliberadamente le dio la espalda, habitantes de un castillo que no reparan en el foso detrás de los muros.

 

Sin orillas o referencias visibles, se entiende por qué los europeos llamaron al río Mar Dulce, aunque aún hoy no haya consenso sobre si es un río, un estuario, un golfo o un mar marginal del Atlántico Sur. Lo cierto es que a Magallanes le tomó quince días llevar sus barcos al punto más estrecho por el que ya no pudo continuar, y para los rioplatenses los 221 kilómetros que separan una costa de la otra en su punto más amplio, lo convierten en el río más ancho del mundo.

 

Frente a la baranda de proa, Magdalena está sobrecogida. En Colombia hay ríos increíbles, vertiginosos, anchos, pero para ella este río pardo y tranquilo está más allá de lo extraordinario. Emilio se entretiene viendo a Buenos Aires convertirse en una línea en el horizonte. Yo pienso que ya estamos cruzando la línea imaginaria que separa a Argentina de Uruguay y que, aunque el concepto de frontera es un invento humano, en Suramérica la naturaleza no reparó en gastos para hacerlas accidentes geográficos colosales: el Amazonas entre Colombia y Perú; el lago Titicaca entre Perú y Bolivia; los Andes entre Chile y Argentina; el desierto entre Chile y Perú; las cataratas de Iguazú entre Brasil, Argentina y Paraguay. Flotando sobre esta maravilla, se nos perdió la mirada en el horizonte, nos dejamos dorar por el sol, acariciar por el viento, tocar por el agua, en comunión con quienes están en la cubierta, nos asombramos de todo, al mismo tiempo que la mayoría de los argentinos y uruguayos dan una vuelta por el duty free o en sus asientos para dormir la siesta. Un marciano podría llegar a sorprenderse más con la cara de sorpresa de quien lo visita que con su propio planeta, que para él ya es paisaje. Yo he sido ese marciano cuando me hablan de las montañas y las frutas de Colombia.

 

Detrás del barco, el sol se va recostando cada vez más en el horizonte, pintando un reflejo de color plata sobre el agua. Quizás esta visión, además de la gran cantidad de minas de plata, fue tenida en cuenta para el bautismo del río. Adelante, la silueta de un faro comienza a distinguirse y van apareciendo los tejados rojos de Colonia del Sacramento, en lo que alguna vez fuera el reino de Portugal.

 

El motor baja las revoluciones, la velocidad se reduce y el barco se aproxima tranquilamente al muelle. Puede ser tonto, pero siento algo especial al estar tan al sur, tengo la falsa idea de que en algún punto el mundo va a llegar al final. Hacemos una última revisión de maletas, que no se nos quede nada en las sillas. En unos minutos pisaríamos territorio uruguayo y empezaría a entender que hay dos maneras de sentir el Río de la Plata.  



 
 
 

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Diego Romero autor del blog Tres Veces el Viaje en el Cañón del río Combeima en Colombia

Sobre mí

Nací por allá a finales de los 70´s del siglo XX en Ibagué, una ciudad en la falda de la Cordillera Central en el departamento del Tolima en Colombia.

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