Viajar a Montevideo: descubriendo los secretos de la capital uruguaya
- Diego Fernando Romero Leal
- 28 sept
- 6 Min. de lectura

La forma en que vemos la vida a veces puede pasar por un tema de proporciones. La mañana está soleada y el cielo celeste en Montevideo, el primo Andrés conduce por las ramblas, junto a la playa, rumbo al centro de la ciudad. Antes de llegar a una intersección, el tráfico nos detiene en un pequeño atasco que no dura más de cinco minutos. “Para los uruguayos esto es desesperante, cinco minutos en el tráfico es inconcebible”. Las risas invaden el auto. Yo me imagino a un uruguayo tratando de sobrevivir a los inconmensurables trancones de horas que he tenido que padecer durante treinta años en Bogotá y que ya son pan de cada día hasta en los pueblos más chicos de Colombia.
Andrés se detiene frente al letrero de Montevideo para que Magdalena, Emilio y yo podamos tomarnos algunas fotos. Las enormes letras blancas se recortan contra el cielo, que ahora tiene trazos de nubes difuminadas, y detrás de este, el Río de la Plata se extiende tan ancho que se traga el horizonte como si fuera mar abierto. Y como si fuera el mar, la gente se broncea en las playas y se lanza a nadar en las aguas de ese inmenso río marrón. A mi memoria viene la primera vez que vi de cerca el Río Magdalena, en La Dorada, en el departamento de Caldas en Colombia. Era un niño y estaba honestamente convencido de que, si el agua llegaba más arriba de mis rodillas, ese río inmenso me iba a tragar. En ese tiempo había un personaje llamado Kapax, el Tarzán Colombiano. El tipo se dedicaba a atravesar nadando el Río Magdalena y el Río Amazonas y yo no entendía cómo era posible que pudiera llegar a la otra orilla, que a ojos infantiles parecía a una distancia kilométrica. Desde aquí veo niños que se lanzan sin chistar, que por segundos se pierden bajo las olas del río y creo que mis impresiones impúberes y las hazañas de Kapax podrían resultar algo ingenuas para quienes bañarse en esta inmensidad es lo más normal. El mundo es tan grande como la caja en la que cabe nuestra cotidianidad. Todo es cuestión de proporciones.
Los centros históricos de Santiago y Buenos Aires tienen edificios monumentales, tanto en tamaño como en arquitectura. Montevideo sigue esa senda a una escala reducida. Los edificios parecen un poco más cortos y pequeños sin perder belleza. Caminando por esas calles llegamos a Alfajores del Uruguay, una boutique, —como se hacen llamar — que en 2023 obtuvo el premio al mejor alfajor del país y tres medallas de oro y una de plata en el Campeonato Mundial del Alfajor en Buenos Aires, Argentina. No muero por los alfajores, quizás porque en Colombia son dos galletas duras con una crema pastosa en la mitad, mi experiencia era lo más cercano a comerse un turrón. Pruebo el de pistacho y me entero de qué es la gloria. Las tapas de masa y el relleno verde cremoso se deshacían en la boca con el dulce justo para acompañar con el café. Lo que está en mi boca es arte.
Mientras cae la venda que me había puesto la publicidad engañosa de los alfajores falsos, la chica que nos atiende pregunta si somos colombianos y se transporta a España, donde vivió con una colombiana que hacía unas empanadas crocantes que amaba. También se despachó en elogios para el tamal tolimense -segunda vez que lo escuchaba en este viaje- porque la masa le parecía un manjar. La suerte de la fea, la bonita la desea. Yo tuve que viajar ocho mil kilómetros para probar un alfajor de verdad y espero de todo corazón que, si hay inescrupulosos vendiendo empanadas colombianas o tamales tolimenses falsos en Uruguay, ojalá puedan pasar por mi país para que no vivan más en una mentira. Como sea, era como la tercera vez que escuchaba buenas referencias de la comida de Colombia y esas son el tipo de cosas que le hacen sonar las trompetas del himno nacional en la cabeza. Sé que parece una bobada, pero así es.
La Plaza de la Independencia está entre lo monumental y un parque más. En este lugar se puede encontrar el Teatro Solís, el más antiguo de Suramérica, inaugurado en 1856; el Palacio Salvo, un edificio art déco de treinta y un pisos, inaugurado en 1928, y la Puerta de la Ciudadela, que era la puerta de entrada a la Fortaleza de Montevideo, un fuerte construido por los españoles. En contraste, en los costados de la plaza se alza un sinnúmero de edificios funcionales, sin ornamentos, que parecen albergar oficinas, entre ellos, uno cuya fachada de ventanales, algo soviético, tiene las cicatrices de decenas de aires acondicionados, y el de la presidencia del país, que, aunque es contemporáneo, parece fuera de tiempo. Sin el aviso de la entrada, podría pasar por un hotel de finales del siglo XX. En el centro, la estatua ecuestre de Artigas parece contener la pelea de las diferencias arquitectónicas.
Unas horas antes de que el sol caiga, decidimos ir al mirador del edificio de la Intendencia de Montevideo. Para llegar a la cima, en el piso veintidós, subimos por un ascensor panorámico hasta unos ochenta metros de altura. Desde la terraza rodeada de cristales, la ciudad se deja ver en 360°, plana, con edificios, pero sin rascacielos y de cara al Río de la Plata que brilla mientras el sol va cayendo. Al otro lado del cristal, sobre la cornisa, hay cientos de monedas de diferentes países que han sido lanzadas por visitantes ocasionales, como si Montevideo fuera el pozo de los deseos más grande del mundo, capaz de materializar los sueños de viajeros anónimos.
De regreso a casa de Andrés y Claudia hacemos una parada en el Palacio Legislativo, un edificio de principios del siglo XX, este sí con la monumentalidad de los chilenos y argentinos. Nosotros, además de tener de cerca la belleza del edificio, íbamos con la intención de recrear la escena de Rocky Balboa corriendo por las escalinatas del Museo de Arte de Filadelfia. Las del Palacio Legislativo son muy parecidas a los escalones de Rocky y ya me veía saltando en la cima como el mítico boxeador de ficción con “Gonna fly now” en mi cabeza. El acceso a las escaleras estaba bloqueado. A alguien le pareció importante poner una pantalla en la mitad de la escalera para anunciar que faltan 225 días, 19 horas, 25 minutos y 36 segundos para el cumpleaños número 100 del edificio. “Qué importa si alguien se quiere sacar una foto, hacerse un video, llevarse un recuerdo: estamos contentos desde ya y tenemos que hacer una cuenta regresiva para calmar la ansiedad en el punto más fotogénico del edificio.”
Sin importar propuestas de algún funcionario con iniciativa, el edificio es maravilloso. Lo que más me impresiona es el nivel de detalle de las figuras femeninas de la torre. Son veinticuatro cariátides, doce diseños duplicados, que representan doce actividades importantes para el país, como la industria, el comercio, la poesía o la música. Se llaman cariátides por la ciudad griega de Carias. Una versión asegura que las mujeres bailaban con canastas sobre la cabeza como columnas humanas. Otra afirma Carias traicionó a Grecia en una guerra y sus mujeres fueron condenadas a la esclavitud y a cargar para siempre el peso de los edificios, como columnas vivientes.
La última parada es el Estadio Centenario. Aunque estaba cerrado porque ya era tarde, pudimos caminar unos minutos a su alrededor. En cuanto lo vi, caí en cuenta de que la idea de encontrarme una construcción colosal, digno de ser un patrimonio histórico de la FIFA y que me dejara con la boca abierta, era, por lo demás, tonta. El Centenario es un estadio viejo, no es una construcción alta a la que se le notan los muros hechos ladrillo sobre ladrillo. Sin embargo, caminar junto a él es suficiente para entender que lo que lo hace mítico no es su arquitectura sino el peso de la historia que estas paredes guardan. Para los uruguayos no es solo la cancha donde juega la selección, es el lugar donde se dio la patada inicial a la primera Copa del Mundo y en donde Uruguay, un país pequeño, demostró tener grandeza. Esa energía, sin duda, se siente.
¿Me gustaría vivir en Montevideo? Creo que no. Es muy tranquila, apacible para un humano acostumbrado al ritmo y la efervescencia de Bogotá; demasiada paz para quien en el fondo le tiene algo de cariño al caos. ¿Vale la pena visitarla? Definitivamente sí. Me hubiese gustado tener más tiempo para explorarla mejor, poder seguir el rumor de los tambores del candombe que traía el viento por algunas calles, tener más cercanía con su herencia portuguesa y africana. Creo que el encanto de viajar a Montevideo, además de su río inconmensurable, es que es una ciudad que se revela lentamente a los que se toman el tiempo descubrirla. La serenidad es su mayor virtud. Es un lugar al que vale mucho la pena volver.



























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