Uruguay sin referencias: descubriendo el país que nadie nos recomendó
- Diego Fernando Romero Leal
- 14 sept
- 7 Min. de lectura

Nadie nos dio referencias de Uruguay. Cuando soltamos la noticia de que viajaríamos al Cono Sur, las recomendaciones y las advertencias de haber hecho un viaje en vano si no íbamos a tal o cual lugar no faltaron. A algunas personas la experiencia de sus viajes les alcanza para crear un club mental al que no has pedido entrar y del que te advierten que no puedes ser miembro si no recoges sus pasos. Lo que me atraía de Uruguay es que era un bicho raro que no estaba en las cuentas de nadie y la ausencia de referencias nos permitiría toparnos con este país desconocido sin prejuicios o falsas expectativas.
La terminal del muelle de Colonia del Sacramento parece un pequeño aeropuerto moderno con salas de espera amplias, techos altos, vigas de acero, láminas de aluminio y grandes ventanales de color esmeralda por los que en todo momento se puede ver el río. En la puerta, al otro extremo de la salida de desembarque, nos esperan Andrés y Claudia, primos de Magdalena, mi esposa, listos para atraparnos en un abrazo y una sonrisa tan cálida como la temperatura del verano. Las oportunidades de trabajo llevaron a los primos a vivir en la capital más austral de América, Montevideo, hace poco más de cuatro años. En el trayecto hasta el casco histórico de Colonia conversamos sobre los uruguayos. “Son como Supermán – asegura Andrés– Si no tienen sol se debilitan. En invierno putean y son huraños”. Nos divertimos en primavera y en invierno nos queremos morir, dice la canción de Charly García. En la calle se les ve andar a un ritmo cansino, a casi todos con un termo de agua caliente, un mate y una silla plegable a la que cariñosamente llaman reposera. Es común encontrar grupos de personas sentadas en sus coloridas reposeras bajo la sombra de los árboles contemplando el río.
Los primos nos cuentan que en verano el país se paraliza. Si contratas a alguien para que te pinte la casa, por ejemplo, puede suceder que no se presente el día acordado para hacer el trabajo. Si lo llamas y le preguntas por qué no cumplió la cita, te puede responder que su mujer quería ir a la playa y que estará en Punta del Este unos días. Enojarse o reclamarle puede resultar peor. Uruguay es un país pequeño en el que todos se conocen y pelearse con un pintor puede implicar pelear con todos los pintores de la nación y frustrar el sueño de darle un nuevo aire a tu casa.
Colonia es, guardadas las proporciones, un Cartagena de Indias de bolsillo. Una cosa pequeña y bella de la que decidí guardar un secreto a mi esposa. Resulta que aquí no solo se enfrentaron los portugueses, los españoles, los brasileños, los ingleses y los argentinos. Aquí se enfrentan parejas. Colonia del Sacramento tiene fama de ser un cementerio de relaciones, pareja que viene, pareja que se separa. Haciendo de abogado del diablo, seguramente esas parejas llegan con sus relaciones rotas y vienen de vacaciones aquí, apostando sus restos a que la atmósfera romántica salvará su unión. Error. En todo caso, no era nuestra situación, y si fuera menester, mi as bajo la manga para escapar del conjuro del desamor era que viajábamos con Emilio y, cuenta la leyenda, que las parejas divorciadas han venido solas. El paraíso tiene su lado triste.
El casco histórico de Colonia es pequeño y en algunas de sus casas coloniales se pueden notar los rastros de la vida cotidiana: hay timbre en las puertas; buzones para el correo; materas en las ventanas. En los centros históricos de otras ciudades, grandes o pequeñas, los habitantes más comunes son los comerciantes y los empleados públicos, por lo que resulta curioso que en el corazón de un lugar turístico se puedan encontrar personas que puedan llamarse vecinos. Por supuesto, también hay restaurantes y tiendas de recuerdos; sin embargo, no ahogan a los pocos turistas que caminan por ahí sin agobio. Nadie les insiste para sentarse en las mesas dispuestas en el andén.
En la Plaza de Armas se encuentra la Basílica del Santísimo Sacramento, construida por los portugueses. Aunque el portón está cerrado, podemos empujarlo para entrar. Magdalena y yo damos dos pasos para atravesar el umbral de la iglesia más antigua de Uruguay. Adentro hay una pequeña penumbra y dos hileras de bancas de madera; una de ellas cruje cuando un feligrés solitario termina sus oraciones y se marcha. Es una iglesia sobria, blanca, sin aspavientos ni detalles suntuosos más allá de una custodia tras el altar y una figura de la Virgen. Los muros de un metro de espesor son un alivio para el calor, aunque el ambiente huele a polvo, la marca de muchos edificios antiguos.
Los primos nos invitan a probar la comida uruguaya y en el camino al restaurante, atravesamos la Calle de los Suspiros. Tiene el aire de un set de grabación de una película de Tim Burton. La calle empedrada está hundida en el centro. Las casas son bajitas y sus muros, ventanas y puertas de colores sobreviven a la humedad del río y parecen inclinarse en una perspectiva algo rara hacia la calle. Su nombre, dicen algunos, se debe a los suspiros de los condenados a muerte llevados hasta el patíbulo por esta calle. Otros, atribuyen los suspiros a los marineros por las prostitutas que trabajaban en esta vía. Una tercera teoría podría atribuirse a los suspiros de mi hijo por una milanesa y los míos por un chivito. El hambre hace lo suyo.
En el restaurante, un gran ventanal deja pasar la brisa a sus anchas y la vista del río lo ocupa de lado a lado. En pocas horas de estar en el país es fácil notar que los uruguayos tienen una relación diferente con el río. No lo esconden, lo contemplan. La milanesa aparece. Amante del fútbol, Emilio me cuenta que es el plato preferido del mismísimo Lionel Messi y de Darwin Núñez. Podría comerla en casa, pero tiene su encanto viajar siete mil kilómetros para comerla aquí. Está feliz. Mi chivito ocupa casi todo el plato y empuja las papas hacia el borde rumbo al precipicio. Entre los dos panes del sándwich hay lechuga, tomate, queso mozzarella, pimientos, panceta que enamora el oído al crujir y un gran trozo de lomo de res que se deshace en la boca, coronado por un huevo que la cubre por completo y que, al primer bocado, deja escurrir su yema sobre la carne. Es abundante, es sencillo, es delicioso.
Antes de emprender el viaje hacia Montevideo, Andrés está decidido a enfrentar su miedo a las alturas subiendo los veintisiete metros de altura del faro de Colonia del Sacramento. Hacemos la pequeña fila y recibimos las indicaciones del encargado. Aunque no los conté, la escalera de caracol parece tener más de cien escalones estrechos y debemos inclinarnos un poco hacia adelante para no golpearnos en la cabeza. Con los restos de aire que nos quedan bromeamos sobre nuestro mal estado físico y nos alcanza para unas cuantas risas, la de Andrés algo nerviosa. Al llegar a la cima, nos recibe el viento en el rostro y la vista de la ciudad y del Río de la Plata que casi se pierde en el horizonte, contenido únicamente por la silueta brumosa de Buenos Aires. Tomamos fotos, conversamos, nos damos unos minutos para apreciar algo único y para agradecer la oportunidad de hacerlo en familia. Valió la pena subir y soportar bajar, que es peor.
En la ruta hacia Montevideo el país se muestra sin dramas, nada de grandes montañas o selvas impenetrables. Junto a la carretera se extienden praderas amarillas, marrones claros y verdes que ondulan suavemente a nuestro paso. La luz es un tinte que suaviza los colores de una manera diferente, hasta el celeste del cielo es diferente al de Argentina. Conforme avanzamos yo siento que estoy en una pintura, en el “Trigal con cuervos”, a la naturaleza se le notaran las pinceladas. Es un paisaje completamente nuevo para mí, tranquilo, apacible. Dentro del carro, Claudia nos describió el carácter de los uruguayos con estas mismas palabras y, en mis pensamientos, me pregunto si lo de la garra charrúa se circunscribe únicamente al fútbol y lo demás lo viven sin angustia, estrés o afán. Hacemos una parada en Nueva Helvecia, un pueblito fundado a mediados del siglo XIX por suizos que quisieron recrear la arquitectura de su país en esta zona, en la que aún se fabrica queso al igual que lo hicieron las primeras generaciones. A un costado de la plaza, un reloj de flores hecho con azulejos marca las horas sobre un aviso que reza “Colonia Suiza”. La plaza está rodeada de árboles pintados de naranja por el atardecer, y en su centro se levanta el monumento “El Surco”, homenaje a sus fundadores.
Nuevamente en carretera, vemos cómo el sol se esconde lentamente tras las pequeñas colinas. Los primos aseguran que los mejores atardeceres de su vida los han visto en Uruguay. Nos quedamos en silencio por unos segundos viendo por la ventanilla. Este puede ser uno de esos atardeceres. Entramos de noche a Montevideo pasando entre la ciudad vieja y el puerto. Al salir de una curva, la ciudad se deja ver junto a una rambla de más de veinte kilómetros a la orilla del río. Son casi las doce de la noche y algunas personas pescan, otras corren, hay parejas tomadas de la mano, algunas toman mate en sus reposeras, sin apuros, como solo lo saben hacer los uruguayos. El Río de la Plata tiene dos caras: la de Buenos Aires, que parece vivir de espaldas a él; la de Montevideo, que lo hizo parte de su esencia y lo disfruta integrado a su espacio público.
De nuestro primer día en el país, me queda la impresión de que Uruguay es un país con una belleza distinta, una belleza que simplemente está allí, sin aspavientos, a su ritmo, sin necesidad de presumir sus virtudes, como sentada en una reposera disfrutando el universo. El medio en alguna medida nos define y, algo del carácter de esta geografía seguramente anidó en los uruguayos. Al parecer, el diablo solo sale en el invierno y cuando se trata de fútbol.























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