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Recorrido por Buenos Aires: de la Avenida Corrientes a Plaza de Mayo (con parada obligatoria en Güerrín)

  • Foto del escritor: Diego Fernando Romero Leal
    Diego Fernando Romero Leal
  • 8 ago
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 9 ago

Fachada Pizzería Güerrín Buenos Aires Argentina

En el día, el Obelisco es diferente.  El símbolo más famoso del Cono Sur apunta al cielo como un lápiz blanco dibujando las nubes. A sus pies, la vida cotidiana de Buenos Aires lo rodea de buses, vendedores y transeúntes que nos esquivan mientras Magdalena, Emilio y yo nos congelamos en el tiempo con las fotos de rigor para huir lo más pronto posible del sol del verano. En Buenos Aires entendí el concepto de “temperatura a la sombra”. En la TV pedían estar atentos a las alertas por los niveles de radiación, que, aunque aún no habían trepado a las partes altas de la escala, ya se sentían en la piel como una plancha caliente.

 

Avanzamos. De sombra en sombra llegamos hasta el Teatro Colón, que parece un inmigrante más llegado al país en un barco procedente de Milán o París. El edificio atesora la acústica en la que se presentan los mejores tenores del mundo pese a que afuera los conductores componen su propia sinfonía a bocinazos para tratar de echar a andar el tráfico. Alrededor, las fachadas de los edificios también revelan que, en algún tiempo, sus arquitectos soñaron con Europa, quizá materializando los recuerdos de un hogar lejano al que no se puede volver.

 

Nuestros pasos desembocan en Corrientes, el nombre apropiado para una avenida por la que transitan ríos de gente que hurga entre librerías que aún creen en el papel. En la calle, como en otros rincones de Buenos Aires, uno puede toparse con la copia o si se quiere con la reinterpretación. Como haciendo contrapeso al norte para que el planeta no se salga de la órbita, en esta calle del sur los teatros se amontonan a los costados como en el Broadway neoyorquino, y sobre la vereda, los nombres de Gustavo Cerati, Charly García y Carlos Gardel se dejan leer enmarcados en una estrella de cinco puntas como en el Paseo de la Fama de Hollywood. Pero también ha sido la madre de la originalidad, pariendo el tango de la vida nocturna de sus bares.

 

Sin embargo, la razón principal por la que Corrientes estaba en nuestro mapa era otra. Desde que supo que íbamos a Buenos Aires, lo primero que se le vino a mi hijo a la cabeza no fue la Bombonera o el Obelisco; qué cuentos de Gardel, Cerati ni qué ocho cuartos. —“Vamos a ir a Güerrín, ¿cierto?”—. Muy en el fondo, tras horas de YouTube previas al viaje y de salivar con videos de pizzas con una libra de mozzarella derritiéndose por los bordes, todos estábamos entusiasmados con la idea.

 

En el umbral de la puerta dorada de este altar de la masa y el queso, nos cruzamos con cientos de personas que hacen fila para comer al menos una porción de una de las mil quinientas pizzas que venden al día, y sumar una más a las treinta y cinco millones vendidas desde 1932. Adentro, el local parece un salón de café antiguo, el olor de la harina tostada es un imán para el hambre y los meseros —aquí les dicen garzones— danzan entre las mesas llevando las pizzas calientes que salen de los hornos sin descanso. El pedido llega y la imagen desconcierta un poco: sobre la masa gruesa un bloque entero de queso parece haberse derretido y ahora burbujea como lava caliente. Entre risas incrédulas, reparamos en sus detalles y la contemplamos, porque hay platos que hay que guardar en la retina antes de guardarlos en el estómago. Con cada mordisco, el queso se estira como un hilo conductor entre la porción y la boca, de la que salen elogios que no reparan en los modales. Llevamos algunos trozos para la noche y algo de nostalgia al abandonar Güerrín.

 

Caminamos cargando la llenura hasta llegar a la Plaza de Mayo. Mi sensación aquí, como en otros puntos de Buenos Aires, es que la vida trata de continuar y, a la vez, de devolverse, al igual que en un sueño en el que se trata de correr y no se avanza rápido. En este lugar, algunas madres suelen reunirse con pañuelos blancos en la cabeza, moviéndose en círculos, recordando y esperando saber de sus hijos desaparecidos. Al fondo, la Casa Rosada me sorprende, no tanto por su arquitectura o su color, que comparado con otros edificios del entorno quizás no es el más destacado, sino por la ausencia de vallas, requisas y explicaciones plausibles que se deben dar a funcionarios, soldados y policías, en ocasiones a más de una cuadra de distancia de la Casa de Nariño, el palacio presidencial de Colombia. Tan solo un soldado y dos policías custodian la sede del poder ejecutivo argentino, y se puede estar tan cerca de la puerta que se podría tocar el timbre si hubiese uno. Junto al monumento del general Belgrano, la bandera del país ondea por el viento y por momentos se confunde con el azul del cielo, que, con los días, aprendería que no es azul sino celeste.  

 

Estamos cansados. Recogemos los pasos y volvemos a Corrientes en dirección a nuestro alojamiento. Como una película que se ve varias veces, comentamos los detalles que notamos en la primera y en la segunda pasada tratando de digerir la impresión que nos causa esta parte de la ciudad. A Emilio, los edificios que ve inmensos lo transportan a Madrid, los teatros a Nueva York y la pizza de Güerrín a la felicidad. Para Magdalena, Buenos Aires es como un cubo que muestra cosas distintas dependiendo de la cara que se mire, como la catedral, que parece un templo griego y no uno católico. Para mí la ciudad es un camaleón que te copia los colores del ánimo con el que salgas a encontrarte con ella, y quizás ese ánimo en el espejo es el que hace que haya tantos adjetivos sobre Buenos Aires como personas que la habitan. Seguiremos tratando de conocerla, y habrá que ver qué cara tendrá para mañana.




 
 
 

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Diego Romero autor del blog Tres Veces el Viaje en el Cañón del río Combeima en Colombia

Sobre mí

Nací por allá a finales de los 70´s del siglo XX en Ibagué, una ciudad en la falda de la Cordillera Central en el departamento del Tolima en Colombia.

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