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Huayna Picchu: el vértigo como destino

  • Foto del escritor: Diego Fernando Romero Leal
    Diego Fernando Romero Leal
  • 16 nov 2024
  • 3 Min. de lectura
Postal Machu Picchu

Estoy en ese programa “1000 maneras de morir”. Soy un espectro que vaga por el estudio mientras el presentador le cuenta a la audiencia cómo mi torpeza me llevó a dar un mal paso en la montaña. El público se ríe de mi cara de James Stewart cayendo en “Vértigo”, de la expresión de sorpresa al ver uno de mis pies en el aire, y de toparme de repente con el abismo justo antes de desaparecer. Esta era mi pesadilla recurrente, la que me despertó sobresaltado cada mañana al borde de la cama, aferrado al colchón, desde que mi esposa sugirió subir el Huayna Picchu, la Nariz del Inca, esa montaña que sirve de fondo sin excepción para todos los turistas que visitan Machu Picchu.

 

Soy de un país montañoso. La región de Colombia en la que nací está rodeada por volcanes dormidos, uno en la lista de los más explosivos del mundo y otro que nos dejó su cicatriz de 25 mil almas en Armero. Desde Bogotá hacia la costa colombiana se vuela sobre esos volcanes que coronan la cordillera de los Andes, que en este punto se divide en tres ramales para disolverse en boques y llanuras antes de poder alcanzar la costa. En el Perú las montañas se acercan más al cielo. Para llegar al Cusco el avión vuela paralelo a una cadena interminable de picos blancos de más de seis mil metros de altura, y desciende lentamente, rozando los cerros que se vuelven más y más grandes a través de la ventanilla.

 

Llegamos a Cusco un lunes en la tarde. En el aeropuerto, los videos del Huayna Picchu se reproducen en mi mente, los senderos estrechos, los precipicios sin fondo. La cercanía a la montaña es directamente proporcional a mi hueco en el estómago. Dos días después, un colectivo, un tren, y un bus nos llevan a Machu Picchu. Caminamos entre las ruinas de la ciudadela extendida en terrazas, como en capas de muros de piedra sobre una cima imposible. El río Urubamba va y vuelve como una serpiente perezosa, rodea la montaña, la protege. En Colombia, la mayoría anhela tener un pedazo de tierra en un lugar tranquilo para construir una casa, pero los Incas en cambio decidieron que una cima escarpada rodeada de montañas y abismos era el mejor sitio, nada de terreno fácil, lo del Imperio era el desafío, el entusiasmo de cargar bloques de roca enormes cuesta arriba a través de senderos estrechos en los que un resbalón podía ser el inicio de la leyenda del Inca que casi pone la primera piedra en Machu Picchu.

 

Esos senderos son los que me esperan a la voz de “subamos ya” de mi esposa. Firmo un documento en el que prometo no volver del más allá para demandar al estado peruano si ruedo los 700 metros que separan la cima del Huayna Picchu de las aguas del río Urubamba. El primer tramo es suave, pero después se debe subir por escalones con pendientes hasta de 60 grados. Al lado derecho está la pared de la montaña, al izquierdo el precipicio; hay que ir paso a paso porque la única forma de volver es llegar hasta la cima, pues bajar solo es posible por un sendero diferente que se toma en la parte alta. No hay vuelta atrás.

 

En este punto esto ya es un acto de fe o de terquedad en el que el miedo es un acompañante y el vértigo cosquillea en el estómago. Luego, aparecen las famosas “escaleras de la muerte” con sus escalones diminutos, sin barandas, no aptas para quienes dudan de su propio equilibrio. Y trepamos, por momentos casi gateando o usando las manos para sujetarse a la pared. ¿Por qué estoy aquí y no en otra parte, por qué no en una playa en lugar de desafiar la ley de la gravedad en un cerro andino, por qué sufrir? En la cumbre, agotado, con el corazón todavía dando brincos, con la adrenalina dando vueltas, el miedo deja de importar cuando miro alrededor. Los Andes, las montañas, el vacío, el río como un cascabel, Machu Picchu diminuto más abajo incrustado en el paisaje, todo es una especie de abrazo y inmenso y salvaje por el que valió la pena la penuria.

 

En la cima del Huayna Picchu somos las variables de una ecuación extraña en la que un esfuerzo que parece absurdo se convierte en un logro personal, porque no hay nada más humano que someterse a lo ilógico, por momentos cercano a una metáfora de la vida, como subir una montaña sembrada de vértigo, dificultades, temores y retos solo para mirar, tan solo mirar desde arriba, el mundo a nuestros pies.


Huayna Picchu: el vértigo como destino


 
 
 

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Diego Romero autor del blog Tres Veces el Viaje en el Cañón del río Combeima en Colombia

Sobre mí

Nací por allá a finales de los 70´s del siglo XX en Ibagué, una ciudad en la falda de la Cordillera Central en el departamento del Tolima en Colombia.

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