Perú a mordiscos
- Diego Fernando Romero Leal
- 18 oct 2024
- 5 Min. de lectura

Lima despierta y los fogones se encienden al igual que el día. Los primeros rayos del sol son la señal para que prácticamente por cada esquina nos alcance el aroma de los secretos de la comida peruana. El mercado o cualquier restaurante nos reciben con ajíes de tonos incandescentes, papas que desafían los colores y las formas convencionales, o pescados recién traídos del Pacífico que más tarde serán el emblemático ceviche. En ese torrente de vida y alimentos, que para ojos extranjeros es un acto cotidiano, se asienta una parte importante de la identidad del Perú, el resultado de siglos de construcción de una receta de diversidad cultural que ha dado lugar a más de quinientos platos típicos y el reconocimiento como destino turístico mundial en nueve ocasiones.
El umbral de la gastronomía peruana lo cruzamos en una “sanguchería”, una evolución de la comida popular y callejera que a mediados del siglo XX apareció como una solución rápida y barata para almuerzos y cenas. Entre lo que ahora se conoce como pan francés peruano, desde entonces cohabitan ingredientes que los incas cultivaron en los Andes y que los españoles trajeron a América. El pan crujiente entra por los oídos y en la boca se mezcla con el chicharrón tierno, con el camote, la cebolla, la palta y la salsa criolla. El sanguche de chicharrón es el más solicitado y su estreno en nuestro paladar fue acompañado por la chicha morada, una bebida a base de maíz morado elaborada y compartida por primera vez tres mil años atrás en las ceremonias de las culturas preincas.
Pero este país no se entiende sin el ceviche. El epítome de su creatividad y mestizaje culinario es este plato, patrimonio cultural de la nación desde 2004, que, como si fuera un santo, tiene su día consagrado el 28 de junio. El tránsito hasta como lo conocemos hoy dio sus primeros pasos en la cultura Mochica, quienes maceraban el pescado y lo preparaban con hierbas y jugo de tumbo, una fruta también conocida como taxo, parcha, tintín y curuba. Los Incas continuaron la tradición macerando el pescado con sal, ají y chicha de jora, una bebida de maíz que algunos consideran una cerveza artesanal. A la llegada de los españoles, se añaden las cebollas y el jugo de naranjas agrias, reemplazado tiempo después por el limón. El ceviche es un conquistador de los sentidos: la vista primero con sus rojos, verdes, blancos y morados; el olor del limón envolviendo cada trozo de pescado va por el olfato; para el gusto la carne es jugosa, tan fresca como si se estuviera comiendo el océano mismo y el ají se instala poco a poco dejando su calorcito en la boca sin desdibujar los demás sabores; el crujido de la cebolla morada y el maíz tostado es un retumbe placentero en los oídos.
El ceviche es la muestra de que el país ha sabido, por los siglos de los siglos, integrar cada influencia, cada migración, como un nuevo ingrediente de su cocina, como también sucedió con la cocina chifa y la nikkei, como se les llama respectivamente a los frutos culinarios de la inmigración de chinos y japoneses hace más de un siglo, que adicionalmente han dejado un legado en las formas de preparación. Mi esposa y yo, hipnotizados desde nuestra mesa, fuimos testigos de la conexión de estos dos extremos del Pacífico, cuando los ingredientes peruanos del lomo saltado volaban por los aires empujados del wok por un movimiento de muñeca de técnica evidentemente asiática.
Los africanos también dejaron su marca de épocas más duras. Por algunos lugares de Lima es posible toparse con ventas callejeras de anticuchos, el corazón de la res asado y cortado en trozos. En tiempos virreinales, los españoles comían las mejores carnes aderezadas con vino y especias clavadas en un pincho y desechaban las vísceras, que terminaron siendo comida para los esclavos, que, con ingenio para la supervivencia y la resistencia, le dieron dignidad a lo que otros despreciaban.
La gastronomía del Perú también mira al futuro. En Cusco tuvimos la oportunidad de visitar el restaurante de Gastón Acurio, uno de los chefs más representativos del país y un embajador de su cocina. En esta suerte de templo de la gastronomía peruana, hicimos contacto con lo más alto de la cocina mundial a través del osobuco y la panceta de cerdo crocante, dos platos con ingredientes autóctonos, de sabores intensos y presentación impecable que son una oda a lo contemporáneo.
Pero no fue en las cumbres de la élite culinaria ni bajo el cielo de las estrellas Michelín donde la comida peruana dejó su huella más visible en nosotros. En Ollantaytambo, en el Valle Sagrado de Perú. Al volver de Machu Picchu, con la adrenalina aún tratando de regresar a sus niveles normales tras el ascenso a la montaña Huayna Picchu, tan solo unos pasos delante de la salida de la estación del tren una fila de puestos de comida callejera es el oasis al que se aferran los viajeros después de un largo día de viaje y caminata. Como era tarde, apostamos por comprar allí y no arriesgarnos a la posibilidad de encontrar los restaurantes de la plaza cerrados. Por tres soles, poco menos de un dólar, nos llevamos un plato sin adornos ni pretensiones a la habitación del hotel. Sería una cucharada más de una jornada larga para espantar el hambre. Pero como el caballo de Troya, aparentando ser lo que no es, el asalto nos tomó por sorpresa. De todo aquel viaje culinario, ese primer bocado de esa noche fue un golpe de sabor tan inesperado que se convirtió en un recuerdo insistente, una marca que llevamos siempre de nuestra visita al Perú.
El cerdo del estofado estaba tan tierno que se deshacía al mínimo contacto con los cubiertos y su sabor intenso se mezclaba en una salsa espesa y ahumada como si se hubiese cocinado a fuego lento por horas para encontrase con su acompañante, un arroz enredado en cabellos de ángel suave y firme. La trama de este viaje por la gastronomía del Perú dio un giro inesperado cuando el apremio por calmar el hambre se transformó en una escena en cámara lenta para extender en el espacio y en el tiempo los sabores que se expandían en cada rincón de la boca. Por alguna razón, se puede comer en buenos, regulares y malos restaurantes y, sin embargo, uno no puede dejar de rendirse ante lo más simple, como al arroz con huevo, ante la sencillez del cerdo con tomate y cebolla que nos sigue dando vueltas en la memoria. Nunca acabaremos de comprender los hilos del universo que conectan estos placeres humildes, como el arroz con tomate, salsa de tomate y mayonesa, un sabor con algunas notas de nostalgia que me trae momentos cálidos de infancia con mis hermanos.
¿Vale la pena ir al Perú solo por su comida? Definitivamente sí. Pero vale la pena aún más cuando se descubre que su gastronomía no es solo una manera de alimentarse, porque, sin importar si el lugar era el más encopetado o el más humilde, cada plato es un reflejo de su mestizaje, de supervivencia, de los lazos invisibles que han perdurado entre generaciones. La comida también es una forma de recordar.
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