Primera vez en el camino a Monserrate
- Diego Fernando Romero Leal
- 25 jul 2024
- 5 Min. de lectura

Faltan 1604 escalones. Faltaba más al comenzar, me digo para darme moral y subir los 1605 escalones del sendero que lleva a la cima del cerro de Monserrate. En casi tres décadas de vivir en Bogotá, nunca me entró ánimo de atleta para subirlo a las 6 de la mañana ni espíritu contemplativo para conectar con los árboles, las flores, colibríes y uno que otro zorrito o comadreja que se cruce por ahí. En tres décadas tampoco hice alguna promesa que pagar recorriendo el camino, una escalera para trepar a 3152 metros sobre el nivel del mar, donde está el Santuario del Señor Caído de Monserrate. Por lo que sí había pagado era para subir en el funicular o en el teleférico, algo así como montarse en un ascensor entre el bosque o realizar un vuelo corto sobre las copas de los árboles, las otras dos formas de llegar evitando la fatiga.
En treinta años de pasar por la falda de esa montaña, de verla a la distancia al salir o entrar de la ciudad, de tenerla en la retina por cualquier vuelta al banco, viaje a la oficina o encuentro nocturno con amigos, nunca se cruzó por mi mente subir caminando. A pesar de que subir montañas era un hábito o juego de adolescente en el pedacito de Colombia en el que nací, ascender 500 metros en vertical con escaleras de por medio no era plan de adulto. Ahora estaba en ese primer escalón, tal vez en el mismo punto desde el que Gonzalo Jiménez de Quesada dio el primer paso, o más bien dio la orden de instalar una enorme cruz en la cima de este cerro y en la del cerro vecino, Guadalupe. El fundador de Bogotá las hizo poner un día de 1540 para celebrar la fe católica, dándoles valor sagrado, como habían hecho los muiscas del altiplano cundiboyacense, quienes las llamaban “pie de abuelo” y “pie de abuela”. Mi ascenso no tenía las motivaciones de la fe ni las piernas entrenadas de un indígena o de un conquistador español caminando más de mil kilómetros desde el caribe fundando pueblos. Pero había que vivir la experiencia.
El inicio es suave, los peldaños son largos y la inclinación no es pronunciada. Los primeros metros son un paseo y uno se embelesa con lo que empieza a ser un bosque, con las flores rojas y amarillas y mirando hacia atrás para ver la ciudad. Por el sendero caminan niños y adultos de todas las edades, estaturas y fachas: unos con ropa deportiva y reloj con altímetro, otros con jeans y zapatos de calle, y otros cuantos con lo que podría ser un pijama. Y así suavecito uno empieza a pensar que es mamey, fácil, pero todo es una ilusión. En una curva el camino se inclina y comienza cristo a padecer. Cada escala sumada es una resta para los músculos de las piernas. La vocecita que todos llevamos en la cabeza sugiere renunciar y volver.
Me distraigo del cansancio y mis malos consejos en la mixtura de acentos nacionales y extranjeros: este es paisa, aquella es costeña, por allá un pastuso, aquella española, un señor francés, alemanes, chinos… los adivino para pensar en otra cosa y continuar adelante. También caminan parejas sin anillo cogidas de la mano, kamikazes del amor de ser cierto el mito de que los novios que suben a Monserrate no se casan. En mi caso, al menos, la estadística es cierta y la novia que me acompañó al santuario alguna vez ahora está felizmente casada, no conmigo, por supuesto. Como sea, el mito puede funcionar para salir de una relación tóxica, o de una en la que uno no se sienta a gusto o en la que simplemente ya no haya amor. Se le arma el plan a la pareja y la excusa para el adiós puede ser explicada por la influencia de Monserrate en las desconexiones amorosas.
Mis divagaciones me han traído a la mitad del camino, una explanada corta en la que se pueden comprar sándwiches, empanadas, arepas, queso con bocadillo, jugos, café y frutas para reponer energías, o veladoras, escapularios, estampitas de santos y rosarios para recargar la fe. Como este es el camino a un santuario, pregunto a los vendedores qué es lo más extraordinario que han visto hacer a los creyentes. El ranking se lo llevan: subir la montaña de rodillas; subir caminando hacia atrás; y subir descalzo. Lo más extraño que he visto en mi vida es cómo las personas les hablan a sus mascotas y, por supuesto esto, si lo presenciara, causaría un remesón en mi lista de cosas sorprendentes. La razón, me explican, pasa por los sacrificios que hacen algunos católicos para pedir perdón por sus pecados, para pagar favores cumplidos o renovar la fe, y sucede especialmente durante la Semana Santa, periodo en el que la montaña y el templo se llenan de turistas y devotos. También existe la opción de los “Siete Domingos a Monserrate” una forma más “amable” de pedir o pagar la intercesión divina, y claro, la opción que yo tomaría en lugar de las otras tres.
El camino continúa y en algunos tramos se hace más estrecho. La ciudad va quedando abajo, a diestra y siniestra tendida sobre la sabana como una maqueta de casas y edificios diminutos. Gente cansada sube y gente cansada baja, hilos humanos que forman el torrente sanguíneo de la montaña. El camino da un respiro y los escalones se alargan para alcanzar por fin el santuario por su costado derecho. En la plazoleta de la cima, las selfis se disparan, los novios se abrazan frente a la vista en lo que después de este día quién sabe si siga siendo una relación duradera, pasan los que quemaron las calorías con anticipación y ahora van a la cafetería a reponerlas con tamal y chocolate, los que toman agua de panela o café para el frío, los que van a los puestos que venden recuerdos a comprar un rosario o la camiseta estampada con “El que me quiere estuvo en Monserrate”.
Y también van los devotos, para los que no valen distracciones y al terminar el camino hacen la u a la izquierda y entran directo al templo a esperar la misa o a hacer sus oraciones, la mayoría adultos mayores, una constante que he notado las pocas veces que he entrado a la casa de Dios. La primera versión de la iglesia se construyó entre 1640 y 1657 y recibió su nombre por el monasterio de Santa María de Montserrat en Barcelona, bajo la advocación de la Virgen de Monserrat en España, conocida popularmente como La Morenata, patrona de Cataluña. Al fondo de la ermita, en una urna gigante, se encuentra el santo Cristo caído a los azotes y clavado en la cruz, obra del escultor Pedro de Lugo de Albarracín, más conocida como el Señor Caído de Monserrate y razón por la que muchos se animan a probar su fe en el sendero.
Dicen que a la escultura le crece el cabello y que es la responsable de incontables milagros y favores concedidos, de los que dan testimonio cientos de placas de agradecimiento pegadas en las paredes por una larga lista de familias. También afirman que cuando la bajan a la ciudad pesa más que cuando la suben. De esta primera vez en el camino a Monserrate, entiendo muy bien eso de sentirse más pesado bajando; debo regresar, pero no sé si mis piernas resistan. Así que me tomo mi tiempo, respiro con calma el aire frio de la mañana, en mi mente pronuncio unas palabras de admiración a quienes hacen esto a menudo por la razón que sea, y mientras contemplo Bogotá, pienso si me voy caminando o si lo que procede es pagar para bajar en el teleférico y no buscarle males al cuerpo, no vaya a ser que bajando los caminantes vean al señor caído, pero que el señor caído sea yo.
Comentários