80 metros bajo tierra en la Mina de sal de Nemocón
- Diego Fernando Romero Leal
- 15 ago 2024
- 5 Min. de lectura

La primera vez que estuve en Nemocón llegué en tren. Ese viaje en particular no se me olvida por dos razones: el encanto de la locomotora y sus vagones residía en estar dentro de un aparato que hace un siglo fue moderno y hoy continúa funcionando, una “máquina del tiempo” que vino desde principios del siglo XX y que perfectamente podría ser el diablo en el que se metió Rafael Escalona para llegar a Santa Marta. Conseguir maquinistas y repuestos para estos aparatos en un país que alguna vez coqueteó con los ferrocarriles y nunca concretó esa conquista debe ser lo más cercano a un acto de magia; la segunda, un par de materas con rosas compradas en la plaza principal del pueblo que terminaron en un refrigerador de tierra caliente. Como viajaba a su ciudad de origen, mi novia en aquel momento decidió que no podía dejarlas abandonadas en Bogotá y que la mejor opción era cruzar la mitad del país para tratar de recrear una primavera suave en su nevera. No sé si terminaron en una ensalada o quemadas por el frío, pero las rosas no se salvaron.
Aunque el resultado no fue el esperado y la solución podría considerarse graciosa, todo hay que decirlo, en lo que a mí concierne debería figurar en los libros de historia como una de las respuestas más creativas de la humanidad desde que a mi sobrina, en su momento una niña de cinco años, le preguntaron qué le sucedería a un pan en un frasco sellado, a lo que respondió que le saldría queso. Los hechos son neutros y su calificación depende de quien los observa. Otros podrían pensar que a los trenes y a las rosas les llegó la mala hora, la mala suerte, o lo que en Colombia llaman “estar salado”. La sal es sinónimo de mala fortuna en cualquier hogar del país y así fue para mí hasta que me sugirieron abrazar las paredes de la Mina de Sal de Nemocón y permitir que los iones positivos me descargaran toda la energía negativa que tuviera. Con este acto sencillo uno se puede evitar el baño de ruda, la planta que también recomiendan para quitarse las malas vibras del universo.
Emprendemos el viaje con mi esposa para llegar a la Mina de Sal de Nemocón, en el departamento de Cundinamarca, atravesando lo que en el pasado era un océano que al desaparecer dejó depósitos de sal sobre los que se formó parte de la Cordillera Oriental. Desde Bogotá son aproximadamente 90 minutos en auto (el tren ya no llega hasta allá), por una carretera bordeada por cultivos de flores, potreros con vacas, caballos, árboles y casas campesinas grandes y chiquitas. A la entrada del pueblo, una valla informa que “Nemocón es tierra de paz, sal y cultura” y el trayecto hasta la mina es corto, ventaja de un pueblo que tiene siete carreras y poco más de diez calles.
Ya en el complejo de la mina, el recorrido comienza en el Museo de Historia Natural de la Sabana. Allí nos cuentan que la palabra “Nemocón” significa “lamento del guerrero” y cómo los indígenas de la zona, los Nemzas de la Nación Muisca, explotaban estas salinas poniendo la salmuera a hervir en vasijas de barro durante días para obtener bloques compactos. Con la llegada de los españoles, la explotación pasó a manos de la corona, o como dirían unos, a los indígenas les cayó la sal, y otros, que comenzó la historia de nuestra diversidad. Perspectivas otra vez.
Al salir del museo nos entregan una cofia sobre la que nos ponemos un casco blanco mientras caminamos a la entrada, el punto de partida que nos llevará 80 metros bajo tierra en la Mina de Sal de Nemocón. Entramos y el descenso es como estar en una película sobre la fiebre del oro. El túnel, hecho a fuerza de pico y pala, está sostenido por gruesos troncos de madera petrificados por la sal y del techo cuelga una fila de bombillas unidas por un cable; el piso es negro y resbaloso y no falta una que otra gota de agua cayendo por allí. Algunos de nuestros compañeros de recorrido humedecen el dedo índice de una de sus manos, tocan la pared y prueban la sal con la punta de la lengua. Pensar cuántas personas habrán hecho tal acto en el mismo punto me espanta la idea de hacer lo propio.
El aire está cargado de un penetrante ácido sulfhídrico que se abre paso por las vías respiratorias, la sensación es la de estar dentro de un gran salero lleno de galerías en las que al doblar la esquina de pronto aparece algo sorprendente. La cámara principal, por ejemplo, es una cosa de locos. Con treinta metros de alto el lugar alberga una sucesión de estanques al nivel del piso y que, gracias a un juego de luces distribuido estratégicamente, hacen que el techo de la mina se refleje en la salmuera allí contenida. El efecto visual es el de estar frente a un gran abismo no apto para cardiacos, un buen lugar para saber si se sufre de acrofobia.
El pozo de los deseos es la cara opuesta. En este se puede ver un sinnúmero de monedas de diversos tamaños que las personas lanzan con los ojos cerrados. El fondo se ve tan cerca y son tantas las monedas, que la tentación de meter la mano en el agua para quedarse con algo del botín acumulado por las esperanzas de los turistas podría poseer a algún visitante. La cuestión es que el pozo en realidad tiene cinco metros de profundidad y la avaricia o la curiosidad pueden salir caras, aunque si alguien llegase a caer allí aún hay esperanza de que la cantidad de sal en el agua haga flotar al pillo como en el Mar Muerto. Cerca de allí también está La Capilla, una galería en la que se encuentra la Virgen del Carmen levitando sobre el mundo, una esfera de piedra de más de una tonelada, que se esculpió para buscar protección para los mineros del planeta de los peligros de un trabajo riesgoso. La fe y la suerte andan juntas por aquí.
Llegamos a la cascada de sal, un trabajo juicioso realizado por el agua que se ha filtrado a cuentagotas durante más de ochenta años. Su textura es rugosa e irregular, es una pared blanca brillante, como una nevada congelada en el tiempo con algunos tonos de gris. Aquí se siente la energía de los iones positivos de la sal, así que aprovechamos para disipar las cargas negativas y tentar la buena fortuna. Unos pasos más adelante, una luz roja ilumina una enorme halita. Este gigantesco cristal de sal de más de una tonelada de peso fue encontrado por el minero Miguel Sánchez, quien le dio forma de corazón y lo dedicó a su esposa en la década del 60 del siglo pasado. Tiempo después lo donó a la Mina de Sal en honor a la Virgen del Carmen, patrona de los mineros. Desde entonces, aquí se afirma que “El corazón de Colombia palpita desde las entrañas de la tierra en la Mina de Sal de Nemocón”, y que quienes se juren amor en este lugar tendrán amor eterno.
Como aquí todo es por toneladas y a escalas que desbordan lo normal, no puede faltar para el cierre la epopeya de José Maximiliano Chuy, el minero más fuerte del pueblo, quien llevó una roca de sal de 13 arrobas, la bobadita de 162 kilos, desde Nemocón hasta Bogotá. Por supuesto, Chuy tiene su estatua dentro de la mina y toda la admiración de quienes escasamente podemos levantar las bolsas con las compras desde el carrito del supermercado hasta el baúl de nuestros autos.
Pero quizás de todas las cosas admirables aquí, la más impresionante es la mina misma y cómo el esfuerzo humano es capaz de crear un lugar tan impresionante en las entrañas de la tierra. A Nemocón le añado un tercer recuerdo que se suma al de la vieja locomotora y al de las rosas de la nevera primaveral.
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