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Día de las Velitas: la unión en la luz

  • Foto del escritor: Diego Fernando Romero Leal
    Diego Fernando Romero Leal
  • 7 dic 2024
  • 3 Min. de lectura
Día de las Velitas

En Bogotá, la ciudad de los afanes, el Día de las Velitas transforma las estaciones de TransMilenio en pequeños mercados. Allí, los vendedores ambulantes despliegan su arsenal de velas y faroles multicolores. En las oficinas los empleados negocian con sus jefes para escapar temprano y los amigos rechazan encontrarse para la puesta al día del chisme que deberá esperar porque nadie quiere estar atrapado en el tráfico o el tumulto cuando la ciudad se ilumine con el fuego tímido de miles de pequeñas llamas. A la noche del 7 de diciembre, la mayoría de los colombianos le cuelgan faroles de papel, cartón o botellas recicladas, hechos del material del ingenio que conservan una tradición muy nuestra pero que no nació aquí.

 

El Día de las Velitas es el nombre que le hemos dado en este páis a la celebración de la Inmaculada Concepción. Su origen parece remontarse al siglo V en Siria y fue extendido a todo el mundo por el papa Clemente XI en 1708. A Colombia la tradición llegó con la colonización y se consolidó en 1854 cuando Pío IX proclamó la Inmaculada Concepción como dogma. Desde entonces, en la devota Colombia, se celebra encendiendo velas.

 

Aunque hoy en día no estoy muy conectado con esta tradición, tengo recuerdos de infancia muy vivos sobre esta fecha. Ese día, sí o sí había que encender o quemar algo. Sobre las siete de la noche alguna cama era víctima del despojo de una o dos de sus tablas para servir de base a una fila de velas ubicadas a lo largo de la acera. Ese era el plan más inocente, por lo regular el de los abuelos o las mamás con los más bebés, prender el pabilo de una vela y ver como se iba extinguiendo con el andar de la noche.


En paralelo, quienes estaban en la fase siguiente de la escala del crecimiento humano giraban en círculos con su brazo extendido y sostenido por sus diminutos dedos índice y pulgar, una bengala portátil que disparaba chispitas en todas las direcciones. Los más osados ejecutaban su acto con una en cada mano.

 

Los chicos más grandes se encargaban de los pitos, las mechas y de encender la furia de los volcanes, mientras los adultos encendían voladores sosteniéndolos directamente con la mano desafiando las leyes de la física y de la lógica. En retrospectiva, éramos como una turba de chinos que acababa de descubrir la pólvora, o como demonios esparciendo el fuego del infierno colados en la fiesta de la Inmaculada Concepción. La palabra seguridad aún no había sido incluida en el diccionario.

 

El Día de las Velitas marcaba el comienzo oficial de la Navidad y la banda sonora de estos acontecimientos era (aún lo es), ese género musical colombiano no reconocido llamado “Música Decembrina”. En diciembre hacen su “agosto” Los 50 de Joselito, Rodolfo Aicardi, Pastor López, Lisandro Romero, Tito Ávila, Los Graduados y Víctor Piñeros, entre otros que inundan las emisoras de radio y las listas de reproducción de todas las aplicaciones.  La música decembrina es un género que está en el ADN de los colombianos, refleja celebración y melancolía, alegría y tragedia, está congelada en el tiempo, es traída en su mayoría de décadas como los 60 o 70, duerme durante todo el año, pero en el último mes resucita como el fénix. Su equilibrio entre su profunda carga festiva y la nostálgica habla de las navidades pasadas, de los que se fueron, de los años que terminan, de la esperanza del porvenir, permite llorar, reír y bailar. En mi niñez, esta música no era solo ambientación, definía la Navidad misma, al igual que ahora.

 

En paralelo, padres, madres, hermanos, tíos primos y vecinos compartían natilla y buñuelos, esa aleación de dulce y fritura con sabor a diciembre acompañada de vino o gaseosa. Recuerdo estar con mis hermanos sentados con mi madre en las escaleras de nuestra casa, frente a la calle, viendo y participando del orden y del caos. Sin embargo, aunque oficialmente era la fiesta de una virgen, no recuerdo estar ahí por ello. Lo que más me gustaba de ese día, era charlar, reír, comer, la idea de estar juntos alrededor de la luz temblorosa de algunas velas.

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Diego Romero autor del blog Tres Veces el Viaje en el Cañón del río Combeima en Colombia

Sobre mí

Nací por allá a finales de los 70´s del siglo XX en Ibagué, una ciudad en la falda de la Cordillera Central en el departamento del Tolima en Colombia.

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