Lima, "la horrible"
- Diego Fernando Romero Leal
- 14 sept 2024
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 18 oct 2024

“La horrible” está abajo. La voz imperturbable del piloto anuncia que pronto aterrizaremos. Unos cuantos giros a la espera del sí de la torre de control del Aeropuerto Jorge Chávez, nos dan tiempo para que Lima se cuele por la ventana del avión. Desde el cielo parece que la Cordillera de los Andes empujó a la ciudad contra el mar, un tumulto de casas y edificios que se detiene en la orilla del Pacífico. Todo es terroso y ocre, incluso el atardecer que nos acompaña en el lapso en que las ruedas tocan la pista. El océano se traga el sol y la sensación es la de estar en una fotografía sepia, salvo por un hilo verde que corona el acantilado que se precipita al mar.
En la terminal, el calor da el primer golpe, mezclándose con el olor de los neumáticos y los motores. Con el clima árido y húmedo a cuestas nos subimos en nuestro taxi, un sedán negro, y nos zambullimos en el tráfico con la sensación de ahogarnos en él, jugando a encontrar coincidencias con el de Bogotá y la conciencia de conocer el caos de la inmovilidad. Nuestro conductor, un hombre moreno entrado en años, nos dice que Lima es un caos, que su tráfico imposible es tan propio como el pisco, el ceviche o la Inca Cola. Precisamente, por el atasco, el trancón, la contaminación y la anarquía, entre los limeños de mediados de los 60 del siglo pasado dejó de ser la “Ciudad de los Reyes” y pasó a ser “la horrible”, un título acuñado en el ensayo “Lima la horrible” de Sebastián Salazar Bondy, en el que el autor daba el debate social y cultural sobre la identidad de Lima. Desde la llegada, la ciudad confronta cualquier idea de lo bello y lo feo, el orden y el caos, y de lo moderno y lo antiguo. Me pregunto qué diría hoy Salazar de esta Lima, tan apetecida por el turismo internacional, capital gastronómica de Latinoamérica, el lugar del que todos quieren llevar un imán para poner en su nevera.
Lima nació en 1535 sobre el Desierto del Pacífico, a orillas del río Rímac, por obra y gracia de Francisco Pizarro, y por obra y gracia del crecimiento urbano ahora es la segunda ciudad más grande del mundo ubicada sobre un desierto, después de El Cairo. La fundación española se hizo en este punto, en el que ya hacían vida los indígenas, tal vez sin mucha preocupación por los avatares del clima o de los sismos que nos angustian o nos aterran en el presente. Sentirse triste al ver gotitas de lluvia caer en la ventana, en esta parte del mundo, es algo que sucede aproximadamente una vez cada cincuenta años, y los ecos de los terremotos, particularmente el de 1746, de una magnitud estimada de 8.6 grados en la escala de Richter, aún llegan a los oídos de los limeños de hoy con las historias de la destrucción total de la ciudad y la desaparición del puerto del Callao arrasado por el tsunami que vino después.
A pesar de las embestidas de la naturaleza, a través del cristal del taxi se ve que Lima se las ha arreglado para renacer y perseverar, con sus contradicciones y coexistencias incómodas entre lo desértico y lo urbano, lo viejo y lo moderno, lo español y lo indígena, la pobreza y la riqueza, la capital y la provincia o lo bello y lo feo. La película que pasa frente a nuestros ojos la protagonizan buses nuevos y destartalados, bicicletas y motos que compiten contra los autos y las combis, vendedores que corren para ganarle a la luz verde de los semáforos, la arquitectura colonial y la moderna, todo como en un rompecabezas de piezas sueltas.
El taxi deja la avenida Santa Rosa y desembocamos en el Circuito de Playas, una gran autopista construida para conectar los distritos del litoral y dar acceso a los limeños a ellas. Lima no siempre le dio la cara al mar. Durante casi toda su existencia, el Pacífico chocó con la pared del acantilado sobre el que se asentaron distritos como Barranco, Miraflores o San Isidro. En la década de los 70 del siglo XX, la idea de crear un malecón y una autopista para descongestionar la ciudad se impuso en la municipalidad. Un trabajo de ingeniería descomunal arañó toneladas de tierra al acantilado, las mismas que sirvieron para robarle algunos metros al mar con nuevas playas. En la cresta del acantilado se construyó la Costa Verde, un parque lineal donde locales y turistas caminan, pasean en bicicleta o simplemente visitan para disfrutar de la brisa del Pacífico y llevarse una postal de sol naufragando en el océano.
La noche se impone mientras completamos el trayecto en una fila de autos que zigzaguea por las calles como una serpiente. El taxi se detiene y nuestro conductor pronuncia una suma en soles de la que automáticamente intento convertir a pesos en mi mente. Pagamos y nos quedamos allí, sobre una de las calles que colinda con el parque Kennedy, en tierra extraña mirando hacia todos los puntos cardinales para reconocer lo nuevo, las luces y la vida nocturna de Miraflores, las personas sonrientes en los bares y en los restaurantes. Nuestro hospedaje está aquí, una zona exclusiva en la que el precio no riñe con el bolsillo.
Allí estamos, instalados mi esposa y yo en Lima, con la emoción que provoca en la boca del estómago estar en un país que no es el tuyo, en esta ciudad de paradojas, con su historia y terquedad para seguir existiendo, literalmente al borde del acantilado en lo físico y algunos rasgos de su carácter, pero que ciertamente tiene en su atmósfera encanto y belleza. Para rematar el día, salimos de nuestro hogar transitorio a nuestro primer encuentro gastronómico. La sanguchería de la esquina sería el comienzo del tránsito desde los sabores más humildes hasta lo más alto de la cocina peruana. Esa historia aún nos espera.
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